jueves, 18 de junio de 2020

Alien 3 de William Gibson. Como ligar más sabiendo de xenomorfos (o igual no)

Vivimos en un mundo Cyberpunk. De nuevo, amigos, la Ciencia-ficción como adelantada. Este subgénero nació a principios de los años ochenta del siglo pasado y nos describe un mundo en el que las grandes empresas hacen lo que les sale del higo, los gobiernos están más que dispuestos a legislar favoreciendo los intereses de los poderosos, la economía -la de los ricos, claro- prima sobre la salud, y la tecnificación está en gran medida al servicio de fomentar una frustración individual que lleve al consumo constante de cacharros que no necesitamos. ¡Venga, más coches, que si no Nissan cierra y no podemos pagar la hipoteca! ¿Les suenan todas estas movidas? Bueno, es bien sabido que dos de las obras fundacionales en este campo fueron “Blade Runner” (Ridley Scott, 1982) y la novela “Neuromante” (William Gibson, 1984). Este texto, complejo y denso como un día de resaca (pero hay que cervecear, amigos, que el turismo mueve la puntera economía Champions española) ha coqueteado con su adapación al cine varias veces pero sin que llegara a concretarse nunca en algo definitivo, pese a lo cual ha servido de inspiración a innumerables filmes, siendo de los más conocidos “Matrix” (Wachowski Bros., 1999). Lo que no es tan conocido es que Gibson hizo un guión para la tercera parte de la franquicia Alien, famosa precisamente por el impacto que tuvo la primera parte dirigida en 1979 por un Ridley Scott al que en aquella época no se le iba -en demasía- la pinza.


Hola, soy Ridley Scott. Me conocerán por películas como "Hannibal" o "Black Hawk derribado" (Foto Wikipedia)

La cosa es que si la intimista primera parte, reactualización maravillosa del terror gótico, fue un éxito y nos dejó con el culo torcido, la continuación por el blockbustero James Cameron (“Aliens”, 1986) logró que los directivos de la 20th Century Fox hicieran lo que más les gusta en esta vida: bañarse en billetes y encender puros con ellos. Una continuación estaba más que servida y mucha gente estábamos a la expectativa, de modo que las conjeturas sobre como evolucionaría la historia florecían y muchos -entre los que se encuentra el firmante- teníamos la esperanza de que por fin los entrañables xenomorfos llegaran a la Tierra repartiendo amor a base de mascar chicle y patear culos (por todos es sabido que se les acabó el chicle hace tiempo, mala suerte). Sin embargo nuestro gozo en un pozo, los jefazos del estudio, creciditos con tanto baño verde acabaron por meter -mal- demasiada mano en la producción, dando como resultado una peli mutilada en el montaje, construida con más retazos que los que se pueden encontrar en una clínica de estética y con un novel director David Fincher hasta el moño de todo y de todos (como nos gusta decir en Podcaliptus, si un día quieren trolear a este señor, díganle que les gusta Alien 3. Después huyan). En todo este caótico proceso, con guiones volando pa’rriba y pa’bajo uno, de los muchos, que recibió el encargo de escribir la historia fue, tachán, William Gibson. De nuevo les ofrecemos un dato que les puede servir para quedar guay y ligar en cualquier fiesta (o seguramente no). Ahora ese texto, que quedó en el inabarcable limbo de lo que pudo ser y no fue del cine, ha salido recientemente en formato cómic (Gibson, Christmas, Bonvillain, 2018-2019) de la mano de Dark Horse (por Norma en España).



Escena de Alien 3. Una peli que va sobre el moviento "Black Lives Matter", algo que enorgullece a Fincher.

Sea como fuere, William Gibson nos cuenta que en su inocencia él pensó que cuando un estudio te encarga un texto es para filmarlo, pero si los caminos del Señor son inescrutables los de Hollywood son directamente un enigma dentro de un misterio envuelto en un acertijo, que diría el despreciable (sí, han oído bien) Churchill, y tiempo después descubrió que la Fox lo único que quería era destilar de su historia un aromilla cyberpunk que fuera utilizado en otros guiones. Lo único que quedó en el montaje final de lo que hizo el pobre Gibson fue un tatuaje con forma de código de barras. Cosas que pasan.

En fin, de nuevo el mundo del noveno arte viene a nuestro rescate y gracias a él podemos conocer al dedillo cual fue la trama que ideó el autor de “Neuromante” para continuar las andanzas de Ripley y su novio más sobón, el Alien. Se trata de un tebeo disfrutable, aunque ya advierto que tampoco va a revolucionar ni el mundillo del cómic ni el de la franquicia xenomórfica, pero desde luego es más que interesante para el aficionado -la historia no tiene NADA que ver con la película ¿de? Fincher- y desde luego está muy por encima, debido a la consistencia como autor de Gibson, de otros productos comiqueros basados en Alien (pese a lo que es un mundo a conocer, ya que Dark Horse perpetró productos mediocres pero otros bastante disfrutables, como el arco ¡sí! ambientado en la Tierra con perlas como la religión que adora al bicho. Maravilloso, aunque en la realidad hay gente que adora cosas peores, y lo dejo aquí que en este santo país hay un delito “contra los sentimientos religiosos”. Amén)-. Y encima, aunque no a la altura de otras historias del autor, se imbrica bastante bien con uno de los temas de reflexión de Alien a través de la compañía Weyland-Yutani: usar la naturaleza para enriquecernos y para utilizarla como arma contra otros seres humanos y contra la propia naturaleza. Hola, Coronavirus (que sí, vivimos en un mundo Cyberpunk).

Una de las portadas del Alien 3 de Gibson. Yo a veces me he levantado con las mismas pintas.

Bueno, que se lo lean y podrán descubrir que fue en la línea “Neuromante” de gente como el cabo Hicks, Newt o la única ministra de igualdad que sirve para algo: la teniente Ripley. 


Víctor Deckard

martes, 16 de junio de 2020

Todos somos "haters" (séptima reflexión viral de una aspirante a filósofa)


En esta época prolifera en las redes la figura del hater. Que hablen de mí aunque sea mal, parecen decirse estos personajes. Tienen tal necesidad de atención que prefieren ser odiados a pasar desapercibidos.

Siento ser yo quien te lo diga, pero todos llevamos un hater dentro. Un odiador, un enemigo, un detractor, un difamador, un maldiciente, alguien que odia o cualquiera de los sinónimos que ofrece la oficialidad lingüística para evitar que incurramos en semejante anglicismo. Lo llamemos como lo llamemos, ese gruñón enfervorecido que a veces nos posee aflora cuando peor nos encontramos con nosotros mismos, con nuestro entorno, con la vida. No hay hater feliz.


Charles Chaplin en El gran dictador

Lo que odies dependerá de tu historia personal y tu sistema de valores, en buena medida adquirido por las circunstancias de tu vida y, por tanto, no esencial, sino variable, aunque se haya convertido en tu seña de identidad aparentemente más irrenunciable. Hay quien odia otras razas, a los españoles, a los catalanes, a los extranjeros, a las feministas, a los rojos, a los fachas, a los ricos, a los pobres… Yo, por ejemplo, odio a los haters. Sobre todo, a esos haters institucionalizados cuyo objetivo es despertar el lado oscuro de la población, de la que tanto dicen preocuparse, con el único propósito de abrazarse a un poder que nunca les dará la felicidad. Pero ellos, claro, no lo saben. Si no se dejaran obcecar por su hater interno, lo comprenderían al instante.

Las ideologías, los discursos y los partidos basados en el odio tratan de aprovecharse de nuestra parte más negra, que no es sino la consecuencia del miedo, de la sensación interna de carencia y separación, de esa vieja herida. Cuando permitimos que ese lado nuestro tome el control, nos comportamos como niños enrabietados que solo conocen el llanto, el grito y la pataleta como recursos para tratar de mitigar el dolor. Ya no somos niños, pero la herida sigue ahí. Y está muy bien reconocerla y aceptarla, porque es el primer paso para trascenderla. Pero ¿de verdad estamos permitiendo que esa parte oscura del ser humano sea la que ocupe las bancadas, de todos los colores, de los parlamentos y los foros de opinión? ¿De verdad hemos institucionalizado al hater?

Desconfiemos de quienes utilizan las negruras humanas  ̶ el miedo, el odio, la exclusión, la agresividad ̶  como cantos de sirena para atraernos hacia sus filas. Si lo que me venden es odio y lo compro, no tendré más que odio. Y es evidente que el odio no soluciona ningún problema, sino que los multiplica. Y no solo eso: es una emoción altamente desagradable y destructiva para quien la sufre a través del comportamiento de otros, pero sobre todo para quien carga con ella dentro.

Desmontemos a nuestro hater particular. Seguro que nuestros motivos para odiar nos parecen legítimos, nuestro pequeño cascarrabias tiene derecho a estar enfurecido. Sea cual sea nuestra inclinación política o el conflicto en el que nos hayamos enredado, no hay nadie que no piense que tiene la razón. Y si todos creemos tener la razón, si todos somos “los buenos”, quizá lo que ocurre es que las cosas pueden mirarse desde distintas perspectivas. A poco abierto de mente y sincero que uno sea, comprobará que no siempre ha pensado de igual forma sobre todos los aspectos de la vida, que se puede cambiar de opinión y que también uno puede estar equivocado. Nunca sabremos cómo actuaríamos de estar exactamente en el lugar de aquel cuyo comportamiento nos parece aberrante, de haber atravesado exactamente sus mismas experiencias, su misma ignorancia, su mismo dolor. Interpretar la realidad como blanca o negra, como un todo o nada, como un combate entre buenos y malos, como un conmigo o contra mí es una visión distorsionada y peligrosa, incompatible con ponerse en el lugar del otro, sea cual sea ese otro. Si nos aferramos a nuestras opiniones e ideas como si fueran el santo grial, acabaremos, llegado el momento, dispuestos a morir o matar por ellas. En eso consisten las guerras.

Al hilo de este tema me viene a la memoria el famoso poema de Bertolt Brecht:


Primero se llevaron a los judíos,
pero como yo no era judío, no me importó.

Después se llevaron a los comunistas,
pero como yo no era comunista, tampoco me importó.
Luego se llevaron a los obreros,
pero como yo no era obrero, tampoco me importó.
Más tarde se llevaron a los intelectuales,
pero como yo no era intelectual, tampoco me importó.
Después siguieron con los curas,
pero como yo no era cura, tampoco me importó.
Ahora vienen por mí, pero es demasiado tarde.



A la postre, descubrimos que el odio solo quiere más odio y que el objeto de ese odio es lo de menos, por mucho que unos nos parezcan más justificables que otros. Es fácil odiar al que odia, porque el odio solo atrae más odio . (La buena noticia es que sucede lo mismo con el amor). Pero recordemos que ese ser que nos parece tan despreciable, incluso en el caso más terrible que nos venga a la mente, no es, en el fondo, más que un pequeño niño enrabietado con carencias afectivas. No podemos esperar que otros lo hagan: está en nuestra mano romper el círculo vicioso. Si no asumimos esa responsabilidad porque el de enfrente no lo hace, acabaremos siendo su reflejo y contribuiremos a materializar, nosotros también, aquella lúcida frase de Gandhi: ojo por ojo y el mundo acabará ciego.

Aspirante a filósofa
(@Filoaspirante)

martes, 2 de junio de 2020

De la nueva normalidad a la nueva realidad (sexta reflexión viral de una aspirante a filósofa)

Uno de los lugares comunes del relato oficial de la gestión de la pandemia es el de la «nueva normalidad», en un ejercicio eufemístico para evitar expresar que la vida cotidiana tardará en volver a ser como era, si es que llega a serlo alguna vez. Mientras muchos se afanan por recuperar cuanto antes el orden establecido previo, crece la conciencia de que el alcance de las transformaciones que estamos viviendo excederá los límites de la propia crisis. Y de que no todos esos cambios serán necesariamente negativos, puesto que la vieja normalidad era ya, en muchos sentidos, insostenible. Es más, el aumento de nuestra exposición a nuevas pandemias se deriva precisamente de la continuada degradación ambiental que hemos aceptado como normal.

Para la Real Academia Española, el adjetivo normal se aplica, en primer lugar, a aquello «que se halla en su estado natural». En su segunda acepción es sinónimo de «habitual» u «ordinario». La vieja normalidad era, obviamente, el sistema habitual antes de la expansión del coronavirus, pero en absoluto se trataba de algo natural. ¿Acaso es natural que se busque un crecimiento infinito con recursos limitados? ¿Hay algo más antinatural que un ser vivo destruyendo su propio entorno? ¿O que una especie compita con sus congéneres en lugar de buscar el mayor beneficio común?

El reto ahora es, en efecto, crear una nueva normalidad. Pero no la de la jerga política —esa fea realidad de las mascarillas y el distanciamiento—, sino un mundo con nuevas prioridades. Las circunstancias nos han permitido frenar para conectar con nuestras verdaderas aspiraciones como individuos, como sociedades y como humanidad. Cuando tantas cosas a nuestro alrededor se derrumban, no queda otra que repensarlo todo. Mucho de lo que había antes está dejando de servir y la crisis pandémica no ha hecho más que acelerar el proceso de su disolución, que deja abierto el espacio para lo nuevo.

Imagen en: https://www.piqsels.com/es/public-domain-photo-jxgca

Si logramos desprendernos de los lastres de una vieja realidad que lleva tiempo haciendo aguas, esa nueva normalidad aunará las dos definiciones del término y lo natural se convertirá, por fin, en lo habitual. El objetivo fundamental no será el beneficio económico, sino el cuidado del prójimo, de uno mismo, de la naturaleza y del planeta. El ritmo se desacelerará y podremos, por fin, recuperar nuestro tiempo, que al fin y al cabo es nuestra vida, a la que en buena medida estábamos renunciando como si tal cosa.

A más de uno le parecerán una ingenuidad tales aspiraciones: la misantropía y el pesimismo están de moda y dan empaque intelectual. Pero los estudios psicológicos confirman lo que muchas personas intuimos: nuestras sociedades fomentan que nos empeñemos en alcanzar objetivos que no nos hacen sustancial ni prolongadamente más felices —posesiones materiales, dinero, prestigio, belleza física—, en detrimento de los factores verdaderamente relevantes para la felicidad —la realización personal por medio del desarrollo de nuestras cualidades, la gratitud, el trato amable hacia los demás, las relaciones sociales, la abundancia de tiempo libre, la focalización de la mente en el aquí y el ahora, la vida sana—. Así lo muestra el curso sobre bienestar impartido por la profesora Laurie Santos, el más demandado de la historia de la Universidad de Yale, de acceso público en línea para cualquiera interesado en el tema. Si aplicamos sus enseñanzas al ámbito social, resulta evidente que una sociedad más feliz será aquella que priorice la cooperación, los valores altruistas, las conexiones sociales, la realización del individuo y su disposición de tiempo para sí mismo, por encima del materialismo, la productividad a toda costa, el crecimiento constante, la actividad sin descanso y la lucha de egos. ¿Cómo, entonces, hemos permitido la construcción y el mantenimiento de sociedades que tienden a hacernos infelices? Ahora es un momento perfecto para reorientarlas. Y esto no beneficiará solo a uno de los bandos en los que nos dividen quienes quieren leerlo todo en términos bélicos. Será un avance para todos. El auténtico bien común.

Como dice el filósofo Daniel Innerarity, los únicos que no aprenderán nada de esta crisis son los que lo tienen todo claro. Continuarán aferrados a sus verdades inamovibles. Sin embargo, los que sabemos que no sabemos nada excepto que podemos imaginarnos un mundo mucho más amable que este, tenemos en nuestras manos responsabilizarnos cada uno de nuestra pequeña parcela y convertirla en un lugar mejor. Culpar de todo a unos o a otros de los grotescos protagonistas del circo político y mediático solo contribuye a propagar la crispación. Apaguemos los telediarios y los falsos debates, ignoremos el esperpento de esos guiñoles insultantes y egocéntricos, dejemos que se devoren entre ellos antes de caer en la trampa de devorarnos también entre nosotros. Hagámonos cargo de nuestro trocito de mundo. Solo así acabaremos convirtiendo lo que ahora nos parece una utopía en la nueva normalidad.

Aspirante a filósofa
(@Filoaspirante)