lunes, 4 de enero de 2021

ACACIAS Y ALGARROBAS

Después de saludar a un don Ramón altivo, que siempre mira hacia su Canal Imperial inacabado, camino sintiendo el gélido cierzo contra mi mascarilla de pato. Una algarrobilla me cruza la cara para avisarme que es tiempo de caídas sementeras. La veo a mis pies, ya unida a otras de su especie, retorcidas, secas, asilvestradas. Todas, que, abatidas por la ley de la gravedad, muestran un coriáceo extenuante dejando atrás un verde oxidado por el tiempo. Donde han caído, no cumplirán su función regenerativa, ni alimentarán cabras o jabalíes -a no ser que nos vuelvan a confinar tres meses, como en otras olas  pandémicas relativamente pretéritas- Tampoco nadie las recolectará para matar el hambre en tiempos de postguerras o escaseces. Ya nadie come algarrobas excepto los vegetarianos, pero esas son procesadas por las multinacionales. 



Aquí quedarán estas algarrobillas de acacia, a la espera de un servicio de limpieza que venga a recogerlas y echarlas al cubo ese que sus operarios  llevan con ruedas -cubocarro le llamo yo-.


Me despido de Pignatelli deseándole buen día, pues voy algo volado ya que tengo que echarle a un amigo unos taladros en la pared de su trastero -todo el mundo conoce mis habilidades como barrenero y taquero- no sin antes preguntarle si él,  don Ramón, cree, como prócer sabio, que un día venidero y primaveral germinará alguna acacia silvestre en algún un vertedero controlado. Sin mover una ceja me contesta: “Apreciado Macue, la naturaleza es más sabia que los hombres”.





Y como en este blog no sabemos despedirnos sin recomendar cosas más que decentes, señalo el libro de Concha Moya “Las acacias del Éxodo” donde recopila momentos y relatos escogidos en determinadas circunstancias, y de vivencias de personajes anónimos, en un entorno  relacionado con la rica cultura saharaui. Un pueblo que está atravesando momentos difíciles, como difícil ha sido y es su supervivencia. La escritora Conchi Moya, nacida en Madrid en 1971, se licenció en Ciencias de la Información en la Universidad Complutense. Antes de «Las acacias del éxodo», ha escrito otros dos libros, con el Sáhara Occidental como tema de fondo, «Delicias saharauis» y «Los otros príncipes». Junto con Bahia Mahmud Awah ha escrito el ensayo «El porvenir del español en el Sahara Occidental». 

Macue

sábado, 8 de agosto de 2020

No eres tu identidad (octava reflexión viral de una aspirante a filósofa)


Hasta ahora, estas reflexiones han tratado de desmontar distintas falacias que dominan la visión del mundo que encorseta nuestra sociedad: la ansiedad por un continuo hacer frente al ser, el desprecio del presente a la espera de un hipotético momento futuro más propicio o en la rumia de un pasado mejor irremediablemente perdido, la negación de la incertidumbre como rasgo esencial e inevitable de la vida misma, el condicionamiento del derecho a la alegría, la creencia en la desconexión e independencia del individuo con respecto al entorno y a los demás, y la distinción entre un odio justificado e incluso necesario (el propio) y otro censurable (el ajeno). 


Hoy le llega el turno a uno de los grandes ídolos de nuestro tiempo, que vertebra discursos políticos, programas académicos y relatos autobiográficos: la identidad. Individual y colectivamente, nos aferramos a este concepto creyendo que se trata de nuestra esencia, una esencia a la que defender a toda costa con uñas y dientes, cuando no es más que una construcción mental, un castillo en el aire. 


La Real Academia Española ofrece, en la línea de sentido que aquí nos interesa, dos definiciones de identidad: «Conjunto de rasgos propios de un individuo o de una colectividad que los caracterizan frente a los demás» y «Conciencia que una persona o colectividad tiene de ser ella misma y distinta a las demás». Se aprecia que una de las acepciones apunta a la supuesta realidad y otra a la «conciencia», al concepto mental que tiene de sí mismo un individuo o un grupo. Pero, ¿existe realmente esa diferencia? ¿Existirían esos rasgos diferenciales sin una conciencia pensante que simplificase el mundo y a sí misma en un intento de aprehenderlos y comprenderlos mejor? 


Por otro lado, la identidad sirve tanto para catalogar lo ajeno como para autodefinirse. Y en ambos casos se está operando una simplificación. Inevitablemente, al unificar lo diverso, acaban en el mismo saco personas muy divergentes, y ocurre lo mismo en el plano individual: la construcción de una identidad niega los matices al individuo, su riqueza, su capacidad y derecho de evolucionar, de no actuar siempre de manera homogénea y previsible. Por tanto, se está aplicando a grupos e individuos un patrón determinista, limitante y falaz. 


Y, como sugiere el diccionario, la identidad se basa siempre en la diferencia frente a «los demás». Sea de la naturaleza que sea, viene dada por oposición con respecto a quienes no la comparten y es, por tanto, una fuente potencial y, en demasiadas ocasiones, real de separación y confrontación. No es extraño, entonces, que el tema de la identidad acabe con frecuencia desembocando en conflicto. En este sentido, es paradigmático el caso de la identidad nacional. Sorprende que un constructo mental anacrónico, tan alejado del espíritu de época del siglo XXI, siga provocando una enorme crispación. Sorprende que todavía hoy, en la era de la globalización,  tanta gente decida someterse a una identidad colectiva tan azarosa como imaginaria. 


No cabe duda de que, pese a la obvia diversidad humana, determinadas identidades han sido erigidas históricamente por el discurso dominante en las únicas tolerables, las únicas dignas o, incluso, las únicas posibles. De ahí la necesidad del proceso de reivindicación de ciertas identidades consideradas minoritarias o periféricas, aunque algunas lo sean tan poco como el género femenino o la raza negra. Estos procesos han evidenciado que siempre cabe otra minoría dentro de una supuesta minoría, otra variante socialmente ignorada o silenciada en relación al grupo que se aspira a defender y reivindicar. Es conocido cómo las siglas del movimiento gay o LGTB fueron ampliándose hasta tener que decidir ponerles punto final, añadiendo en una de sus variantes un signo de adición representativo de la no exclusión de ninguna identidad sexual o de género (LGTBIQ+). No hay letras en el alfabeto para todas las posibilidades, para todos los individuos. Porque, a la postre, descubrimos que hay tantas identidades como personas. No en vano, nuestro documento de identidad es tan intransferible como nuestra huella dactilar.

 

© Angélica Dass (www.angelicadass.com)

 

Ocurre algo parecido en al ámbito del color de la piel. Así lo muestra, de una forma tan bella como reveladora, el proyecto Humanae, de la artista Angélica Dass, que ha fotografiado a cientos de personas y ha coloreado el fondo de cada una de las fotografías con la tonalidad correspondiente a la piel de cada retratado, tomada del sistema de definición cromática Pantone. Es llamativa la enorme variedad de colores resultante, muy superior a la de la descripción racial estandarizada, quedando así cuestionada de manera gráfica la propia noción de raza aplicada a grupos humanos. Según las propias palabras de la creadora, el proyecto ha sido útil para muchas personas, pues representa «una especie de espejo para aquellos que no se ven reflejados en ninguna etiqueta».¹  


Da la impresión de que la multiplicación de etiquetas es el paso previo a la asunción de su vanidad. Estamos dando el primer paso hacia el reconocimiento de que, sencillamente, no las necesitamos. Durante un cierto tiempo han servido para romper con una visión del mundo falsamente unitaria y para representar a grupos previamente ignorados o sometidos, pero, finalmente, queda de manifiesto que la subdivisión última es el individuo. El día que nos miremos de persona a persona y logremos trascender esas clasificaciones mentales con las que aprehendemos el mundo, nos habremos acercado un poco más a una convivencia en paz.


La necesidad de colocar al otro dentro de nuestros esquemas preconcebidos es una de las causas del uso de etiquetas. La otra es la búsqueda de una respuesta a la eterna pregunta «¿Quién soy?». Al llegar ante el oráculo de Delfos, se leía la inscripción: «Conócete a ti mismo». Este consejo puede ser malinterpretado como una invitación a definirnos conceptualmente, a buscar racionalmente las palabras que nos definen. Pero parecería que significa todo lo contrario: despréndete de la carga de esas definiciones que te limitan y descubre qué queda bajo el peso de lo que otros y, en última instancia, tú mismo habéis decidido que eres. Libera tu identidad de la carga conceptual. Renuncia a definirte y descubre así lo que eres de verdad, permítete acceder a tu auténtico valor incondicionado.


Ante la pregunta «¿Quién soy?» sentimos un pánico visceral al vacío, a no ser nada. Y llenamos ese vacío con el uso de etiquetas. Creemos que nos ayudan y, en cierto sentido social y temporal, puede que así sea. Pero la liberación última consiste en abandonarlas para continuar con el paso mucho más ligero y el camino abierto en lugar de predeterminado, haciendo camino al andar. Y es que la supuesta identidad es, en realidad, algo cambiante. No solo hay tantas identidades como personas, sino tantas posibilidades en el interior de una misma persona como instantes tiene su vida. En su ya clásico Gender Trouble, centrado en la cuestión del género, la teórica Judith Butler partía del cuestionamiento del concepto de identidad: la coherencia y la continuidad de la persona no supondrían la exteriorización de una esencia interna, sino que serían el resultado de normas de inteligibilidad instituidas y mantenidas socialmente.² En lugar de encorsetarnos con categorías que nos estancan y amordazan, reconozcamos nuestro derecho a reinventarnos cada momento. ¿Qué otra cosa es nuestra libertad? 


Ansiamos definirnos por una especie de temor inconsciente a desaparecer, a volatilizarnos si no lo hacemos, por la necesidad de materializar una existencia que se antoja etérea y huidiza, disuelta en el tiempo y similar a tantas otras que son, han sido y serán. Por eso la identidad mueve tantas pasiones: nos parece un asunto de vida o muerte. Liberarnos de las etiquetas nos aterra tanto como dar un salto al vacío: si no nos adscribimos a ninguna categoría, ¿qué es lo que somos? ¿Nada? Es el miedo a no ser el que nos empuja a identificarnos irracionalmente con una nacionalidad, con un equipo de fútbol, con una ideología, con una profesión, con un estatus social... Pero ya somos. No necesitamos completar la frase con una etiqueta. Simplemente somos. Qué liberación no tener que determinar y fosilizar qué es eso que somos. Qué liberación, sencillamente, ser y dejar ser, vivir y dejar vivir.

 

Fotografía tomada de needpix.com

 

Aunque dé vértigo, si tenemos el valor de renunciar a las etiquetas y a las identidades, estaremos desprendiéndonos de un lastre pesado como siglos y recuperaremos el buen sentido del término humanidad. Nuestra definición pasa necesariamente por la oposición al otro diferente, y ello tanto si nuestra identidad nos hace sentir superiores como inferiores al resto. Pero ¿y si nuestra auténtica identidad fuese lo que nos une y no lo que nos separa? Desnudémonos de etiquetas y descubriremos que nuestro valor no estaba en ellas, sino que se escondía detrás de ellas. Seremos algo mucho más real que una imagen mental. Y, sobre todo, quedará al descubierto, en su desnudez más vulnerable y a la vez más poderosa, nuestra humanidad. La evidencia de que, en realidad, y no solo como un bello constructo teórico, todos somos iguales y a la vez cada uno es diferente a los demás. Y ¿cómo voy a agredir a quien es un igual sin dejar de ser alguien único en su individualidad? 


Por lo tanto, recuerda: no eres tu identidad. No eres tu género. No eres tu edad. No eres tu estado civil. No eres el color de tu piel. No eres tu orientación sexual. No eres tu origen familiar. No eres el lugar donde has nacido. No eres tu país. No eres una bandera ni una ideología. No eres un partido político. No eres uno de los bandos de un partido político. No eres tu equipo de fútbol. No eres tu profesión. No eres lo que te dijeron que eras o debías ser. No eres tu coeficiente intelectual ni el índice de tu masa corporal.  No eres tu patrimonio. No eres tu posición de víctima o de verdugo. No eres tus opiniones ni tus creencias. No eres tus emociones. No eres tus logros ni tus fracasos. No eres tu pasado ni tu futuro. 


No eres tu identidad. Eres algo mucho mayor y más valioso, que trasciende todos esos conceptos mentales, que te une a todo lo que te rodea, que no necesita de la diferencia, la confrontación ni el conflicto para existir y que, ya sin patrones preestablecidos a los que agarrarse, no tiene más remedio ni menor privilegio que ejercer creativamente su libertad reinventándose a cada instante.

 

Aspirante a filósofa
(@Filoaspirante)


¹ Más información en la página web www.angelicadass.com. Son altamente recomendables las charlas TED en las que Angélica Dass explica el proyecto artístico (The beauty of human skin in every color), así como sus potentes aplicaciones en el ámbito educativo (What kids should know about race).

² Judith Butler, El género en disputa: el feminismo y la subversión de la identidad, México, Paidós y Universidad Nacional Autónoma de México, 2001.


jueves, 18 de junio de 2020

Alien 3 de William Gibson. Como ligar más sabiendo de xenomorfos (o igual no)

Vivimos en un mundo Cyberpunk. De nuevo, amigos, la Ciencia-ficción como adelantada. Este subgénero nació a principios de los años ochenta del siglo pasado y nos describe un mundo en el que las grandes empresas hacen lo que les sale del higo, los gobiernos están más que dispuestos a legislar favoreciendo los intereses de los poderosos, la economía -la de los ricos, claro- prima sobre la salud, y la tecnificación está en gran medida al servicio de fomentar una frustración individual que lleve al consumo constante de cacharros que no necesitamos. ¡Venga, más coches, que si no Nissan cierra y no podemos pagar la hipoteca! ¿Les suenan todas estas movidas? Bueno, es bien sabido que dos de las obras fundacionales en este campo fueron “Blade Runner” (Ridley Scott, 1982) y la novela “Neuromante” (William Gibson, 1984). Este texto, complejo y denso como un día de resaca (pero hay que cervecear, amigos, que el turismo mueve la puntera economía Champions española) ha coqueteado con su adapación al cine varias veces pero sin que llegara a concretarse nunca en algo definitivo, pese a lo cual ha servido de inspiración a innumerables filmes, siendo de los más conocidos “Matrix” (Wachowski Bros., 1999). Lo que no es tan conocido es que Gibson hizo un guión para la tercera parte de la franquicia Alien, famosa precisamente por el impacto que tuvo la primera parte dirigida en 1979 por un Ridley Scott al que en aquella época no se le iba -en demasía- la pinza.


Hola, soy Ridley Scott. Me conocerán por películas como "Hannibal" o "Black Hawk derribado" (Foto Wikipedia)

La cosa es que si la intimista primera parte, reactualización maravillosa del terror gótico, fue un éxito y nos dejó con el culo torcido, la continuación por el blockbustero James Cameron (“Aliens”, 1986) logró que los directivos de la 20th Century Fox hicieran lo que más les gusta en esta vida: bañarse en billetes y encender puros con ellos. Una continuación estaba más que servida y mucha gente estábamos a la expectativa, de modo que las conjeturas sobre como evolucionaría la historia florecían y muchos -entre los que se encuentra el firmante- teníamos la esperanza de que por fin los entrañables xenomorfos llegaran a la Tierra repartiendo amor a base de mascar chicle y patear culos (por todos es sabido que se les acabó el chicle hace tiempo, mala suerte). Sin embargo nuestro gozo en un pozo, los jefazos del estudio, creciditos con tanto baño verde acabaron por meter -mal- demasiada mano en la producción, dando como resultado una peli mutilada en el montaje, construida con más retazos que los que se pueden encontrar en una clínica de estética y con un novel director David Fincher hasta el moño de todo y de todos (como nos gusta decir en Podcaliptus, si un día quieren trolear a este señor, díganle que les gusta Alien 3. Después huyan). En todo este caótico proceso, con guiones volando pa’rriba y pa’bajo uno, de los muchos, que recibió el encargo de escribir la historia fue, tachán, William Gibson. De nuevo les ofrecemos un dato que les puede servir para quedar guay y ligar en cualquier fiesta (o seguramente no). Ahora ese texto, que quedó en el inabarcable limbo de lo que pudo ser y no fue del cine, ha salido recientemente en formato cómic (Gibson, Christmas, Bonvillain, 2018-2019) de la mano de Dark Horse (por Norma en España).



Escena de Alien 3. Una peli que va sobre el moviento "Black Lives Matter", algo que enorgullece a Fincher.

Sea como fuere, William Gibson nos cuenta que en su inocencia él pensó que cuando un estudio te encarga un texto es para filmarlo, pero si los caminos del Señor son inescrutables los de Hollywood son directamente un enigma dentro de un misterio envuelto en un acertijo, que diría el despreciable (sí, han oído bien) Churchill, y tiempo después descubrió que la Fox lo único que quería era destilar de su historia un aromilla cyberpunk que fuera utilizado en otros guiones. Lo único que quedó en el montaje final de lo que hizo el pobre Gibson fue un tatuaje con forma de código de barras. Cosas que pasan.

En fin, de nuevo el mundo del noveno arte viene a nuestro rescate y gracias a él podemos conocer al dedillo cual fue la trama que ideó el autor de “Neuromante” para continuar las andanzas de Ripley y su novio más sobón, el Alien. Se trata de un tebeo disfrutable, aunque ya advierto que tampoco va a revolucionar ni el mundillo del cómic ni el de la franquicia xenomórfica, pero desde luego es más que interesante para el aficionado -la historia no tiene NADA que ver con la película ¿de? Fincher- y desde luego está muy por encima, debido a la consistencia como autor de Gibson, de otros productos comiqueros basados en Alien (pese a lo que es un mundo a conocer, ya que Dark Horse perpetró productos mediocres pero otros bastante disfrutables, como el arco ¡sí! ambientado en la Tierra con perlas como la religión que adora al bicho. Maravilloso, aunque en la realidad hay gente que adora cosas peores, y lo dejo aquí que en este santo país hay un delito “contra los sentimientos religiosos”. Amén)-. Y encima, aunque no a la altura de otras historias del autor, se imbrica bastante bien con uno de los temas de reflexión de Alien a través de la compañía Weyland-Yutani: usar la naturaleza para enriquecernos y para utilizarla como arma contra otros seres humanos y contra la propia naturaleza. Hola, Coronavirus (que sí, vivimos en un mundo Cyberpunk).

Una de las portadas del Alien 3 de Gibson. Yo a veces me he levantado con las mismas pintas.

Bueno, que se lo lean y podrán descubrir que fue en la línea “Neuromante” de gente como el cabo Hicks, Newt o la única ministra de igualdad que sirve para algo: la teniente Ripley. 


Víctor Deckard

martes, 16 de junio de 2020

Todos somos "haters" (séptima reflexión viral de una aspirante a filósofa)


En esta época prolifera en las redes la figura del hater. Que hablen de mí aunque sea mal, parecen decirse estos personajes. Tienen tal necesidad de atención que prefieren ser odiados a pasar desapercibidos.

Siento ser yo quien te lo diga, pero todos llevamos un hater dentro. Un odiador, un enemigo, un detractor, un difamador, un maldiciente, alguien que odia o cualquiera de los sinónimos que ofrece la oficialidad lingüística para evitar que incurramos en semejante anglicismo. Lo llamemos como lo llamemos, ese gruñón enfervorecido que a veces nos posee aflora cuando peor nos encontramos con nosotros mismos, con nuestro entorno, con la vida. No hay hater feliz.


Charles Chaplin en El gran dictador

Lo que odies dependerá de tu historia personal y tu sistema de valores, en buena medida adquirido por las circunstancias de tu vida y, por tanto, no esencial, sino variable, aunque se haya convertido en tu seña de identidad aparentemente más irrenunciable. Hay quien odia otras razas, a los españoles, a los catalanes, a los extranjeros, a las feministas, a los rojos, a los fachas, a los ricos, a los pobres… Yo, por ejemplo, odio a los haters. Sobre todo, a esos haters institucionalizados cuyo objetivo es despertar el lado oscuro de la población, de la que tanto dicen preocuparse, con el único propósito de abrazarse a un poder que nunca les dará la felicidad. Pero ellos, claro, no lo saben. Si no se dejaran obcecar por su hater interno, lo comprenderían al instante.

Las ideologías, los discursos y los partidos basados en el odio tratan de aprovecharse de nuestra parte más negra, que no es sino la consecuencia del miedo, de la sensación interna de carencia y separación, de esa vieja herida. Cuando permitimos que ese lado nuestro tome el control, nos comportamos como niños enrabietados que solo conocen el llanto, el grito y la pataleta como recursos para tratar de mitigar el dolor. Ya no somos niños, pero la herida sigue ahí. Y está muy bien reconocerla y aceptarla, porque es el primer paso para trascenderla. Pero ¿de verdad estamos permitiendo que esa parte oscura del ser humano sea la que ocupe las bancadas, de todos los colores, de los parlamentos y los foros de opinión? ¿De verdad hemos institucionalizado al hater?

Desconfiemos de quienes utilizan las negruras humanas  ̶ el miedo, el odio, la exclusión, la agresividad ̶  como cantos de sirena para atraernos hacia sus filas. Si lo que me venden es odio y lo compro, no tendré más que odio. Y es evidente que el odio no soluciona ningún problema, sino que los multiplica. Y no solo eso: es una emoción altamente desagradable y destructiva para quien la sufre a través del comportamiento de otros, pero sobre todo para quien carga con ella dentro.

Desmontemos a nuestro hater particular. Seguro que nuestros motivos para odiar nos parecen legítimos, nuestro pequeño cascarrabias tiene derecho a estar enfurecido. Sea cual sea nuestra inclinación política o el conflicto en el que nos hayamos enredado, no hay nadie que no piense que tiene la razón. Y si todos creemos tener la razón, si todos somos “los buenos”, quizá lo que ocurre es que las cosas pueden mirarse desde distintas perspectivas. A poco abierto de mente y sincero que uno sea, comprobará que no siempre ha pensado de igual forma sobre todos los aspectos de la vida, que se puede cambiar de opinión y que también uno puede estar equivocado. Nunca sabremos cómo actuaríamos de estar exactamente en el lugar de aquel cuyo comportamiento nos parece aberrante, de haber atravesado exactamente sus mismas experiencias, su misma ignorancia, su mismo dolor. Interpretar la realidad como blanca o negra, como un todo o nada, como un combate entre buenos y malos, como un conmigo o contra mí es una visión distorsionada y peligrosa, incompatible con ponerse en el lugar del otro, sea cual sea ese otro. Si nos aferramos a nuestras opiniones e ideas como si fueran el santo grial, acabaremos, llegado el momento, dispuestos a morir o matar por ellas. En eso consisten las guerras.

Al hilo de este tema me viene a la memoria el famoso poema de Bertolt Brecht:


Primero se llevaron a los judíos,
pero como yo no era judío, no me importó.

Después se llevaron a los comunistas,
pero como yo no era comunista, tampoco me importó.
Luego se llevaron a los obreros,
pero como yo no era obrero, tampoco me importó.
Más tarde se llevaron a los intelectuales,
pero como yo no era intelectual, tampoco me importó.
Después siguieron con los curas,
pero como yo no era cura, tampoco me importó.
Ahora vienen por mí, pero es demasiado tarde.



A la postre, descubrimos que el odio solo quiere más odio y que el objeto de ese odio es lo de menos, por mucho que unos nos parezcan más justificables que otros. Es fácil odiar al que odia, porque el odio solo atrae más odio . (La buena noticia es que sucede lo mismo con el amor). Pero recordemos que ese ser que nos parece tan despreciable, incluso en el caso más terrible que nos venga a la mente, no es, en el fondo, más que un pequeño niño enrabietado con carencias afectivas. No podemos esperar que otros lo hagan: está en nuestra mano romper el círculo vicioso. Si no asumimos esa responsabilidad porque el de enfrente no lo hace, acabaremos siendo su reflejo y contribuiremos a materializar, nosotros también, aquella lúcida frase de Gandhi: ojo por ojo y el mundo acabará ciego.

Aspirante a filósofa
(@Filoaspirante)

martes, 2 de junio de 2020

De la nueva normalidad a la nueva realidad (sexta reflexión viral de una aspirante a filósofa)

Uno de los lugares comunes del relato oficial de la gestión de la pandemia es el de la «nueva normalidad», en un ejercicio eufemístico para evitar expresar que la vida cotidiana tardará en volver a ser como era, si es que llega a serlo alguna vez. Mientras muchos se afanan por recuperar cuanto antes el orden establecido previo, crece la conciencia de que el alcance de las transformaciones que estamos viviendo excederá los límites de la propia crisis. Y de que no todos esos cambios serán necesariamente negativos, puesto que la vieja normalidad era ya, en muchos sentidos, insostenible. Es más, el aumento de nuestra exposición a nuevas pandemias se deriva precisamente de la continuada degradación ambiental que hemos aceptado como normal.

Para la Real Academia Española, el adjetivo normal se aplica, en primer lugar, a aquello «que se halla en su estado natural». En su segunda acepción es sinónimo de «habitual» u «ordinario». La vieja normalidad era, obviamente, el sistema habitual antes de la expansión del coronavirus, pero en absoluto se trataba de algo natural. ¿Acaso es natural que se busque un crecimiento infinito con recursos limitados? ¿Hay algo más antinatural que un ser vivo destruyendo su propio entorno? ¿O que una especie compita con sus congéneres en lugar de buscar el mayor beneficio común?

El reto ahora es, en efecto, crear una nueva normalidad. Pero no la de la jerga política —esa fea realidad de las mascarillas y el distanciamiento—, sino un mundo con nuevas prioridades. Las circunstancias nos han permitido frenar para conectar con nuestras verdaderas aspiraciones como individuos, como sociedades y como humanidad. Cuando tantas cosas a nuestro alrededor se derrumban, no queda otra que repensarlo todo. Mucho de lo que había antes está dejando de servir y la crisis pandémica no ha hecho más que acelerar el proceso de su disolución, que deja abierto el espacio para lo nuevo.

Imagen en: https://www.piqsels.com/es/public-domain-photo-jxgca

Si logramos desprendernos de los lastres de una vieja realidad que lleva tiempo haciendo aguas, esa nueva normalidad aunará las dos definiciones del término y lo natural se convertirá, por fin, en lo habitual. El objetivo fundamental no será el beneficio económico, sino el cuidado del prójimo, de uno mismo, de la naturaleza y del planeta. El ritmo se desacelerará y podremos, por fin, recuperar nuestro tiempo, que al fin y al cabo es nuestra vida, a la que en buena medida estábamos renunciando como si tal cosa.

A más de uno le parecerán una ingenuidad tales aspiraciones: la misantropía y el pesimismo están de moda y dan empaque intelectual. Pero los estudios psicológicos confirman lo que muchas personas intuimos: nuestras sociedades fomentan que nos empeñemos en alcanzar objetivos que no nos hacen sustancial ni prolongadamente más felices —posesiones materiales, dinero, prestigio, belleza física—, en detrimento de los factores verdaderamente relevantes para la felicidad —la realización personal por medio del desarrollo de nuestras cualidades, la gratitud, el trato amable hacia los demás, las relaciones sociales, la abundancia de tiempo libre, la focalización de la mente en el aquí y el ahora, la vida sana—. Así lo muestra el curso sobre bienestar impartido por la profesora Laurie Santos, el más demandado de la historia de la Universidad de Yale, de acceso público en línea para cualquiera interesado en el tema. Si aplicamos sus enseñanzas al ámbito social, resulta evidente que una sociedad más feliz será aquella que priorice la cooperación, los valores altruistas, las conexiones sociales, la realización del individuo y su disposición de tiempo para sí mismo, por encima del materialismo, la productividad a toda costa, el crecimiento constante, la actividad sin descanso y la lucha de egos. ¿Cómo, entonces, hemos permitido la construcción y el mantenimiento de sociedades que tienden a hacernos infelices? Ahora es un momento perfecto para reorientarlas. Y esto no beneficiará solo a uno de los bandos en los que nos dividen quienes quieren leerlo todo en términos bélicos. Será un avance para todos. El auténtico bien común.

Como dice el filósofo Daniel Innerarity, los únicos que no aprenderán nada de esta crisis son los que lo tienen todo claro. Continuarán aferrados a sus verdades inamovibles. Sin embargo, los que sabemos que no sabemos nada excepto que podemos imaginarnos un mundo mucho más amable que este, tenemos en nuestras manos responsabilizarnos cada uno de nuestra pequeña parcela y convertirla en un lugar mejor. Culpar de todo a unos o a otros de los grotescos protagonistas del circo político y mediático solo contribuye a propagar la crispación. Apaguemos los telediarios y los falsos debates, ignoremos el esperpento de esos guiñoles insultantes y egocéntricos, dejemos que se devoren entre ellos antes de caer en la trampa de devorarnos también entre nosotros. Hagámonos cargo de nuestro trocito de mundo. Solo así acabaremos convirtiendo lo que ahora nos parece una utopía en la nueva normalidad.

Aspirante a filósofa
(@Filoaspirante)

domingo, 31 de mayo de 2020

Los robots en la ficción. Dos vías hacia la reflexión (y hacia echarse una birra)

Hace poco, hablamos en Podcaliptus Bonbon (se puede escuchar aquí la primera parte) sobre una de las sagas más conocidas del gran escritor de Ciencia-ficción Isaac Asimov, la de los robots. Con idea de ampliar el espectro de tan fascinante tema, este artículo va a intentar señalar como el robótico es un subgénero de gran interés en diversos planos, desde el artístico hasta el filosófico. No nos conformamos con poco por estos lares.

La criatura artificial como reflejo de la humanidad ha acompañado al ser humano desde el comienzo de su producción artística, mucho antes del surgimiento del género en 1818 con la imprescindible “Frankenstein” de Mary Shelley o con el bautismo del término en la obra teatral “R.U.R” por el polaco Karel Capek en 1920. Ya decíamos en el programa que la antiquísima historia hebrea del Gólem puede encontrar nexos de unión con la ciencia ficción contemporánea abordando, por ejemplo, los peligros de imbuir a un ente artificial de un espíritu -sea lo que sea eso-, y si esa posibilidad no refleja ya de por sí nuestra propia condición material y carente de divinidad. No es casualidad en este sentido, que dos de las más consistentes obras de animación en la Ciencia-ficción tengan referencias, incluso explicitas en el caso de la segunda, al Gólem. Me estoy refieriendo a la genial “Ghost in the Shell” (1995) y su secuela “Ghost in the Shell 2: Innocence” (2004), ambas por Mamoru Oshii. Preguntas como qué nos hace humanos y si es algo tan especial o positivo son cuestiones que imbuyen estas poéticas obras de arte (huyan por favor del engendro fílmico protagonizado por Scarlett Johansson, una nueva traición al espíritu de una obra dentro del género).

En Ghost in the Shell se bebe San Miguel. Yo soy más de cerveza artesanal, pero bueno

 
El camino del robot como ser sin alma, sin la chispa divina que es posible que también esté ausente de nosotros, está en el mismo origen de una de las novelas más influyentes en el siglo XX en este campo: “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?” (1968), aunque fuera por la fama y profundización sin anular su espíritu, de la famosa adaptación fílmica (“Blade Runner”, Ridley Scott, 1992). La idea de realizar un libro sobre robots o androides -el término replicante debería esperar a la película- le vino a Philip K. Dick cuando estaba investigando para “El hombre en el castillo”, una disptopía en la que los nazis ganaban la Segunda Guerra Mundial. Rebuscando entre viejos documentos en una biblioteca, topó con una carta de un oficial de las SS en la que se quejaba de que en un campo de concentración los llantos de los niños no le dejaban dormir. Esa crueldad, de ser un rasgo humano, ¿no nos deshumanizaba a su vez?, ¿no nos convertía en androides?. La pregunta que se formuló Dick acabaría revolucionando el género, en parte creando el Cyberpunk a través del éxito de Scott. No obstante, la película -de forma magistral- va a incidir más en la posible conciencia del ser construido, aunque es interesante ver que en el origen de esta historia el planteamiento era que los humanos nos convirtiéramos en máquinas. Como siempre, Dick dándole la vuelta a todo.

La portada del libro ya da una idea de los esquemas mentales del tío Phil

En realidad, el género de la entidad artificial de desplazamiento autónomo y habitualmente antropoide -el robot- que acompaña al humano desde que este lo invente, puede dividirse como vemos en dos grandes bloques: el robot como herramienta que puede ser utilizada con fines positivos o negativos, como cualquier otro instrumento, o el robot que -imbuido de conciencia- sirve para reflexionar sobre nuestra propia existencia y naturaleza reflejándonos en él al encontrar un igual. Asimov exploró solo tangencialmente la segunda opción. Incluso aún cuando los robots toman decisiones inesperadas o aparentemente autónomas, como “En el conflicto evitable” (“The evitable conflict”, 1950), responden a una lógica de programación basada en las tres leyes. Cierto es no obstante, que en algunas ocasiones parece que cierta autoconsciencia se despierta en alguno de sus relatos, siendo tal vez el más representativo “El hombre bicentenario” (1976), en el que el androide Andrew desarrolla una -eso sí, única, pues ningún otro lo logra- conciencia que hace que tenga deseos de libertad. Ciertamente, este texto, edulcorado hasta la náusea por Chris Columbus en la adaptación cinematográfica (“The bicentennial Man”, 1999) , apunta al hecho -compartido por mi mismo- de que el ser humano no se diferencia en mucho del resto de animales. Si los observamos, sobre todo a los mamíferos superiores, podemos ver conciencia -aunque sea a una escala distinta a la del ser humano son detectables sentimientos: dolor, reconocimiento del ser querido, curiosidad, juego entendido como diversión y no solo aprendizaje-, deseo de libertad, así como mortalidad. Andrew al convertirse en humano, en realidad se convierte en parte de la ecología natural. Pasa de objeto a animal. No obstante, y aunque magistralmente, la mayoría de escritos de robots por Asimov se basan, más que en motivos existencialistas, en la premisa de que no deberíamos renunciar a la tecnología por temor a usarla mal. Él mismo lo dejó claro en sus memorias: por el hecho de que los cuchillos puedan servir para asesinar a alguien, no vamos a dejar por eso de fabricarlos. Es un debate que se puede rastrear en la ética aplicada a las redes sociales. ¿Son malas per se o un simple instrumento?: son tan válidas para buscar información o escuchar a gente interesante, como para vender gratis nuestra privacidad compartiendo nuestras fotos -o la de nuestros seres queridos- en un intento de provocar la envidia a través de una felicidad artificial. Asimov parece que nos advierte de que de lo que tenemos que preocuparnos es de madurar como individuos y sociedad, no de restringir el avance tecnológico.

Ejemplos del robot como herramienta hay muchos, habitualmente sin la profundidad del querido patillas, desde el más puro entretenimiento -Pacific Rim (Guillermo del Toro, 2013)- a algo más consistente, como el querer aferrarse a una tecnología obsoleta por motivos emocionales, como sucede en el relato de uno de los habituales por aquí: el gran Richard Matheson con Steel, llevada a la televisión en “La dimensión desconocida” (1963) y a la gran pantalla bajo el título de “Acero puro” (“Real Steel”, Shawn Levy, 2011). El apoyarse emocionalmente en un objeto por no querer resolver los problemas interiores, o por intentar buscar refugio ante una sociedad hostil, está en el núcleo de esas páginas, llevando por eso mismo también  a la reflexión. Otros ejemplos famosos de obras imperecederas pueden ser Robby de “Planeta prohibido” (Forbidden Planet, 1956, Fred M. Wilcox, cuya programación es muy posible que se inspirara ya en los relatos de Asimov) o el Gort de “Ultimatum a la Tierra” (The Day the Earth Stood Still, Robert Wise, 1951, también posiblemente inspirado en un relato de Astounding Science Fiction publicado en 1940. Huyan por favor de nuevo de la horrible versión del 2008). En cualquier caso, ambos son instrumentos construidos (el primero por el Dr. Morbius y el segundo por la organización cósmica a la que pertenece el extraterrestre Klaatu) para ciertos fines.


¿Asustan, eh? Pues son los buenos de la peli (imagen por Brecht Bug en flickr)


No obstante, la Ciencia-ficción se ha inclinado a ir más por la vertiente del espíritu en la trama robótica, tal vez por el hecho de que ha tendido a ponerse profundo para compensar la falta de respeto con la que, habitualmente, la contempla el público general. De nuevo los casos son inabarcables, desde los dedicados al público infantil, algo que se puede rastrear desde el Pinocho de Carlo Collodi en el siglo XIX -o mejor dicho desde sus adaptaciones, porque la obra original no está del todo claro que se dirigiera a los niños- que nos puede llevar hasta la exitosa y en parte imagen del cine de los ochenta “Cortocircuito” (Short Circuit, 1986, John Badham): interesante que la conciencia del robot protagonista, Número 5, venga por el impacto de un rayo, habitual poder divino en el imaginario colectivo desde tiempos inmemoriales. En los últimos tiempos uno de los mejores exponentes -e injustamente olvidada- es “Chappie” (2015) del sudafricano Neill Blomkamp, quien por cierto con su breve obra ha demostrado ser uno de los directores actuales que mejor pulso tiene rodando acción, sin que además se quede en mera pirotecnia vacía,  poniéndola al servicio de una trama consistente  como en “Distrito 9” (District 9, 2009, no tanto en la más convencional “Elysium” de 2013). Esta rama robótica está muy ligada a la de las Inteligencias Artificiales, que en su aparición ficcionada practicamente siempre tienen una toma de conciencia, pudiendo a veces servirse de robots-herramienta para sus propios fines, habitualmente atacar a -o defenderse de- la humanidad (Skynet con sus Terminator, por ejemplo, o los mortales artefactos de los que se sirve la computadora de la inquietante “Engendro mecánico”, Demon Seed, Donald Cammell, 1977).


La participación de Pujol es habitual en la Ciencia-ficción. Es más conocida su presencia en "Desafio total", pero en "El engendro mecánico" tampoco lo hace mal


En definitiva, el mundo de los robots en el género que tanto nos apasiona ha seguido dos caminos diferenciados, aunque en ocasiones coincidentes. El robot-herramienta y el robot-ser. Ambos han sido usados por algunas de las méjores obras para reflexionar sobre nosotros mismos, algo que en definitiva -y visto lo visto- no está de más. 

Víctor Deckard

lunes, 25 de mayo de 2020

Tu dignidad es la de todos (quinta reflexión viral de una aspirante a filósofa)

Muchos se aferran a su crispación y la alimentan como si fuese una parte irrenunciable de su identidad. No parecen darse cuenta de que sufrir una pandemia global nos permite deshacernos de una de las mayores falacias con las que habitualmente interpretamos el mundo y a nosotros mismos: la de nuestra absoluta independencia y desconexión del entorno, del planeta, del resto de seres vivos y de nuestros congéneres. La expansión del coronavirus nos despierta de golpe de esa ilusión: algo sucedido en el otro extremo del mundo nos afecta directamente, como el proverbial aleteo de una mariposa que puede acabar provocando un huracán a miles de kilómetros de distancia. De repente, queda patente que la salud de cada uno depende de la salud del conjunto, y a la inversa. Recuperamos la conciencia de que formamos parte de un mismo organismo: si yo me cuido, estoy cuidando a los demás; si tú te cuidas, me estás cuidando a mí. Y si, por el contrario, mi conducta es temeraria, esta puede afectar a quienes me rodean, a quienes se crucen en mi camino y a quienes se crucen con estos. En definitiva, nuestros actos repercuten, para bien y para mal, en el resto de la población. Lo individual se transforma en colectivo.

Nos percibimos desgajados del medio natural, como si las personas no fuésemos naturaleza. Pero nada en el universo es independiente del sistema del que forma parte. No solo la filosofía, sino también la ciencia postulan que todo procede de un mismo origen, incluida la humanidad. Somos polvo de las mismas estrellas. Debemos la vida en la Tierra y nuestra propia existencia y supervivencia como especie a multitud de factores aparentemente azarosos ocurridos dentro y fuera de nuestro planeta. A este respecto, es muy reveladora la serie documental de National Geographic One Strange Rock, con testimonios de astronautas que han tenido el privilegio de contemplar esta «roca extraña» desde fuera. Desde esa perspectiva externa, la obvia unidad de la impresionante esfera azul que habitamos deja en evidencia el vano artificio que constituye el empeño humano en dividirla mediante fronteras, etiquetas y clasificaciones.

Foto de la NASA (tomada de https://www.flickr.com/photos/nasamarshall/8250851747/sizes/l/)

Es obvio que somos seres dependientes de nuestro entorno: necesitamos alimentarnos y respirar. Durante mucho tiempo después de nacer, nuestra supervivencia está a merced de la ayuda de otros. Y, aunque finalmente adquirimos autonomía, somos seres sociales con necesidades afectivas. Esta interdependencia es ignorada por la cosmovisión imperante, la del individualismo neoliberal, que fomenta y se fundamenta en las nociones de separación y competencia y en la ley del más fuerte. El anhelo de crear vínculos y el hecho de pedir ayuda se entienden con frecuencia como una debilidad, en un mundo que demasiado a menudo valora más destacar por encima de los demás que servir al bien común. Y, sin embargo, esa pretensión de independencia es la que nos debilita: es la conexión con el resto la que nos da fuerza y nos resta vulnerabilidad. Son muchas las especies animales que sobreviven actuando como grupo. En las circunstancias actuales, no nos queda otra que seguir su ejemplo. Y es que esas especies que se sirven de la solidaridad para asegurar su continuidad tienen más posibilidades de perdurar, según analizó el ruso Piotr Kropotkin, que teorizó sobre el apoyo mutuo y dejó escrito en su obituario de Charles Darwin:
Las especies animales en las que la lucha entre los individuos ha sido reducida al mínimo y en las que la práctica de la ayuda mutua ha alcanzado el máximo desarrollo son, invariablemente, las especies más numerosas, las más florecientes y más aptas para el progreso. [...] En la práctica de la ayuda mutua, cuyas huellas podemos seguir hasta las más antiguas fases de la evolución, hallamos el origen positivo e indudable de nuestras concepciones éticas; y podemos afirmar que el principal papel en la evolución ética de la humanidad fue desempeñado por la ayuda mutua y no por la lucha mutua. (En Piotr Kropotkin, El apoyo mutuo, Logroño, Pepitas de calabaza).

Foto de portada de El apoyo mutuo

 En cierto sentido, este aprendizaje de solidaridad se ha vivido intensamente durante los últimos meses: en el tremendo esfuerzo de los sanitarios y demás sectores de primera necesidad, aplaudido por el resto de la población; en las redes de ayuda de las comunidades vecinales y de los barrios; en el torrente de creatividad y de recursos compartidos en Internet; en la reconversión de algunas empresas para proporcionar elementos para afrontar la pandemia; en tantas iniciativas y tantos actos altruistas… Y todo ello a lo largo y ancho del planeta. La otra cara de la moneda, la del enfrentamiento y el odio, tiene entre sus causas, precisamente, la continuidad de esa manera obsoleta y desenfocada de ver el mundo más parecida al «sálvese quien pueda» que al apoyo mutuo. Ahí están las manifestaciones ultraderechistas en distintos países, los policías de balcón, la agresividad en las redes, las caceroladas, las bocinas, las banderas y el bochornoso mantenimiento de la crispación y el egoísmo en el ámbito político y mediático español. Y es que, cuando no abrimos los ojos a la evidencia de que formamos parte de un todo que nos trasciende, nos vemos abocados a nuestra pobre individualidad asustada. Por eso nos construimos identidades: para atrincherarnos frente a supuestas amenazas y enemigos, que es como acabaremos considerando, en último término, a todos los que no seamos nosotros mismos si nos dejamos llevar por esa lógica perversa que, lejos de protegernos, en realidad nos destruye.

Asumamos la enseñanza de José Agustín Goytisolo en su bello poema «Palabras para Julia», popularizado como canción por Paco Ibáñez. Allí le decía a su hija:

Un hombre solo, una mujer
así tomados, de uno en uno
son como polvo, no son nada.
[…]
Tu destino está en los demás
tu futuro es tu propia vida
tu dignidad es la de todos.

En otra canción archiconocida, «Gracias a la vida», Violeta Parra agradecía a la vida el haberle proporcionado el material para su canto y añadía: «Y el canto de ustedes, que es el mismo canto. Y el canto de todos, que es mi propio canto». Todos compartimos una misma dignidad, un mismo canto y, al percatarnos de ello, descubrimos que tenemos más hermanos de los que nunca podremos contar, en palabras de otro de los grandes cantautores de habla hispana: Atahualpa Yupanqui.

Estamos todos en el mismo barco. Y no solo cuando percibimos la globalización de problemas como esta pandemia, el cambio climático o la destrucción de los recursos y la biodiversidad del planeta. Parecemos haber olvidado que compartimos una existencia cuyas últimas claves desconocemos. Y que unidos no somos más vulnerables, sino más fuertes. Viendo ciertos comportamientos, se antoja una utopía demasiado lejana que rememos todos en la misma dirección para explorar el sentido de estar aquí y para contribuir a mejorar nuestro bienestar, que es el de todos. Pero —y ya que la cosa va de cantautores—, como cantaba el añorado José Antonio Labordeta —a quien debemos también ser un ejemplo tristemente raro de honestidad política—, «será posible que esa hermosa mañana ni tú ni yo ni el otro la lleguemos a ver, pero habrá que empujarla para que pueda ser». Pongamos el barco rumbo a esa mañana hermosa. Quienes insultan al de al lado no se dan cuenta de que están poniendo palos en sus propias ruedas. «Más que rabia dan tristeza, no rozaron ni un instante la belleza» —y esta vez cito al recientemente llorado Aute—. En lugar de hacer corrillos de venganza y culpa contra ellos —y «ellos» son siempre, casualmente, los otros, los que no son de «mi bando»—, en vez de hundirnos cada vez más en las arenas movedizas de una dinámica que nos impide avanzar, sigamos remando. Quién sabe si esa hermosa mañana no estará más cerca de lo que imaginamos.

Aspirante a filósofa 
(@Filoaspirante)