
El
19 de enero de 1924 aparecía en la revista
estadounidense Collier’s este
trascendental relato. Sin ser estrictamente de Ciencia ficción, se trata de una obra crucial para nuestro amado género. El texto en
su idioma original ya forma parte del Dominio Público, de modo que su difusión es libre, pero no así
en castellano. Hasta ahora. Para celebrar la ocasión de que The Most Dangerous Game ha cruzado, no hace mucho tiempo, el Rubicón del centenario, hemos realizado una traducción
acogida a Creative Commons, de modo que se puede compartir sin
mayores problemas simplemente atribuyendo la autoría (Víctor Deckard-Podcaliptus). Como en ocasiones similares, no hemos usado Inteligencia Artificial, ya que es una herramienta que, aunque pueda ser útil en algunos procesos, no la consideramos especialmente adecuada para trasladar el espíritu y forma de una obra artística. En cambio apostamos por el traductor humano familiarizado con el tema tratado. En mi caso, la Ciencia ficción en todos sus formatos y en diferentes idiomas, es una pasión desde hace aproximadamente treinta años.
No vamos a desvelar completamente la
trama, de modo que no se pierdan todas sus sorpresas para quienes no la
conozcan. Pero sí que convendría poner algunas cartas sobre la mesa, —en una
expresión que le gustaría al general Zaroff—, para contextualizar el enorme valor del texto. Es una historia que, en la mejor tradición de la Ciencia ficción,
invita a la reflexión a distintos niveles: desde los más
individuales hasta los relacionados con la sociedad en su conjunto.
El relato aborda el tropo de la “caza al hombre”. Una idea, casi un subgénero, fundamental en la narrativa de anticipación. En primer lugar se introduce en la antigua idea del pensador Hobbes (entre muchos otros) acerca de considerar al ser humano como un depredador para consigo mismo, algo tristemente frecuente en las disputas más personales, pero así mismo en las sociales. Evidentemente el antagonista Zaroff es nuestro lado más oscuro personificado, pero tal vez lo peor que se puede hacer con los villanos es cargarles de razón. ¿Tiene motivos al
denunciar la hipocresía de no considerar ético su comportamiento, pero sí el de un soldado en la guerra?
Por otro lado, el texto es profundamente avanzado para su época, también desde la perspectiva de ponerse en el lugar de otros animales que son cazados por diversión. No es un ejércicio empático que haga todo el mundo, ni siquiera en
la actualidad, mucho menos en 1924, lo que trae importantes problemas éticos, ecológicos y económicos, como han analizado con brillantez filósofos de la
talla de Jesús Mosterín (1).
Los ejemplos de historias similares en la Ciencia ficción son abundantes. Entre las más recomendables podemos citar el film italiano La décima víctima (La decima vittima. Petri, 1965) basada en el relato de 1953, por Robert Sheckley, Seventh Victim y la novela de Stephen King El fugitivo (The Running Man, firmado Richard Bachman. 1982). Esta última ha pasado, sin ninguna duda, a la cultura popular de finales del siglo XX, en parte por el impacto de ser llevada a la gran pantalla como Perseguido, película dirigida por Paul Michael Glaser (1987) y protagonizada por Arnold Schwarzenegger. Menos conocido es el hecho de que el propio Robert Sheckley revisitó la temática en 1958 con The Prize of Peril, traducido en sus ediciones en castellano (Minotauro, 1965; Acervo, 1978; Bibliópolis, 2010) como El precio del peligro (2). Por sus similitudes con El fugitivo se ha debatido sobre la influencia de Sheckley sobre la novela de King. Sea como fuere, The Prize of Peril fue adaptada en dos películas europeas, con virtudes propias y que seguramente interesaran a los aficionados a la anticipación que no las conozcan: la alemana Das Millionenspiel (Toelle, 1970) y la franco-yugoslava Le Prix du danger (Boisset, 1983). El director de esta última demandó a la producción estadounidense de El fugitivo por plagio, caso que ganó en última instancia tras once años de proceso (3). La influencia de la historia original, con los cambios implementados por la Ciencia ficción, ha llegado así mismo al arte de los videojuegos, caso de los títulos Smash TV (William Electronics, 1990) y Nitro Ball (Data East, 1992) (4).

Por lo que respecta a las imagenes, son de Dominio Público, a través de Wiki Commons, o en el caso de las propias, se acogen a la misma licencia Creative Commons que el texto traducido e introductorio (CC 4.0. BY-ND).
Algunos de los fotogramas libres de derechos pertenecen a la primera adaptación de esta historia
en el cine, producida por la RKO (Pichel-Schoedsack, 1932) (5).
El
JUEGO MÁS PELIGROSO
The
Most Dangerous Game (Richard
Connell)
“Ahí
fuera a la derecha —en algún lugar— hay una isla grande”
dijo Whitney. “Se trata más bien de un misterio”.
“¿Qué
isla es?” Preguntó Rainsford.
“Las
antiguas cartas de navegación la llaman isla atrapa-barcos”,
respondió Whitney. “Un nombre sugerente ¿verdad? Los marineros
tienen un temor curioso hacia el lugar. No sé el porqué. Alguna
superstición”.
“No
puedo verla”, señaló Rainsford, intentando escrutar a través de
la ardiente noche tropical, la cual era palpable en tanto empujaba su
densa negrura sobre el navío.
“Tienes
buenos ojos”, dijo Whitney con una risa, “y te he visto derribar
un alce que se movía en el bosque de otoño a cuatrocientas yardas,
pero ni siquiera tú puedes ver a más o menos cuatro millas a través
de una noche caribeña sin luna.
“Ni
cuatro yardas”, admitió Rainsford. “¡Ugh! Es como terciopelo negro húmedo”.
“Habrá
luz suficiente en Río”, prometió Whitney. “Deberíamos llegar
en cuatro días. Espero que los rifles para jaguares hayan llegado
desde Purdey’s.
Deberíamos pasarlo bien cazando por el Amazonas. Un gran deporte, la
caza”.
“El
mejor del mundo”, aceptó Rainsford.
“Para
el cazador”, enmendó Whitney. “No para el jaguar”.
“No
digas bobadas, Whitney”, dijo Rainsford. “Eres un cazador de
primera, no un filósofo. ¿A quién le importa lo que sienta el
jaguar?”.
“Quizá
al jaguar”, observó Whitney.
“¡Bah!
No tienen entendimiento”.
“Aún
así, pienso de veras que entienden una cosa: el miedo. El miedo al
dolor y el miedo a la muerte”.
“Tonterías”,
rió Rainsford. “Este clima cálido te está volviendo débil,
Whitney. Sé realista. El mundo está conformado por dos clases:
cazadores y cazados. Por suerte tú y yo somos cazadores. ¿Crees que
hemos pasado ya esa isla?”
“No
puedo decirlo en la oscuridad. Espero que sí”.
“¿Por
qué?”, preguntó Rainsford.
“El
lugar tiene reputación. Una mala”.
“¿Caníbales?”,
sugirió Rainsford.
“Dificilmente.
Ni siquiera los caníbales vivirían en semejante sitio dejado de la
mano de Dios. Pero ha llegado de alguna manera al imaginario de los
marineros. ¿No te has dado cuenta de que los nervios de la
tripulación están hoy algo a flor de piel?”.
“Estaban
un poco raros, ahora que lo comentas. Incluso el Capitán Nielsen…”
“Sí,
incluso ese viejo sueco cabeza dura que se echaría encima del diablo
para pedirle fuego. Esos ojos azules de pez tenían una pinta que no
había visto antes. Todo lo que le pude sacar fue 'Este
lugar tiene un mal nombre entre los marinos, señor'.
Y entonces me dijo gravemente '¿No
nota nada? Como
si el aire alrededor de nosotros fuera realmente venenoso'. Entonces
—y no deberías reírte cuando te lo diga— sentí algo parecido a
un frío repentino. No había brisa. El mar estaba tan liso como una
ventana de cristal. Estábamos deslizándonos en ese momento cerca de la
isla. Lo que percibí fue un temblor en la mente, algún tipo de pánico
repentino”.
“Pura
imaginación”, dijo Rainsford. “Un marinero supersticioso puede
contaminar a toda la tripulación de un barco con su miedo”.
“Quizás.
Pero creo que a veces los marinos tienen un sentido extra que les
dice cuando están en peligro. En ocasiones pienso que la maldad es
algo tangible, que tiene ondas al igual que el sonido o la luz. Un
lugar maligno puede, por decirlo de alguna manera, emitir vibraciones
malignas. De alguna manera me alegro de salir de esta zona. Bueno,
creo que me voy a ir ahora a dormir, Rainsford”.
“No
tengo sueño”, dijo el otro. “Voy a fumarme otra pipa en la
cubierta de popa”.
“Buenas
noches entonces, Rainsford. Te veré en el desayuno”.
“Eso
es. Buenas noches, Whitney”.
La
noche era silenciosa cuando Rainsford se sentó, salvo por el
amortiguado zumbido del motor que impulsaba suavemente al barco a
través de la oscuridad, así como por el silbido y bamboleo del
empuje provocado por la hélice.
Rainsford,
reclinado en una hamaca del buque, tomaba tranquilamente bocanadas de
su tabaco favorito. La palpable somnolencia de la noche se introdujo
en él. “Está tan oscuro”, pensó, “que podría dormir sin
cerrar los ojos; la oscuridad se convertiría en mis párpados”.
Un
sonido abrupto le sobresaltó. Lo oyó ahí fuera, hacia la derecha,
y sus oídos, expertos en esos asuntos, no podían estar en un error.
De nuevo escuchó el ruido, y otra vez. En algún sitio, en la
negrura, alguien había disparado un arma tres veces.
Rainsford
saltó y se movió rápidamente hasta la barandilla, perplejo. Fijó
sus ojos en la dirección de la que habían venido los sonidos, pero
era como intentar ver a través de una manta. Se apoyó sobre la
barandilla y se inclinó para conseguir una mayor elevación. Su
pipa, golpeando una cuerda, le fue arrebatada de su boca. Se lanzó a
por ella y un breve grito ronco salió de sus labios cuando se dio
cuenta de que había ido demasiado lejos, perdiendo el equilibrio. El
lamento fue extinguido en cuanto las aguas cálidas, como la sangre del
Caribe, cubrieron su cabeza.
Se
retorció hasta la superficie e intentó gritar, pero la estela
proveniente del barco le golpeó en la cara mientras el agua salada
en su boca le atragantó y ahogó. Desesperadamente se abalanzó con
fuertes brazadas hacia las borrosas luces del buque, pero se detuvo
antes de haber nadado cincuenta pies. Llegó hasta él cierta
frialdad, no era la primera vez que se encontraba en una situación
comprometida. Había una oportunidad de que alguien en el barco
escuchara sus gritos, pero era una posibilidad escasa y cada vez
menor conforme la nave se desplazaba. Forcejeó con su ropa y gritó
con todas sus fuerzas. Las luces del barco se amortiguaron y
parpadearon como luciérnagas; después fueron totalmente engullidas
por la noche.
Rainsford
recordó los disparos. Habían venido desde la derecha y nadó
tercamente en esa dirección, con brazadas lentas y conscientes,
conservando su fuerza. Durante un tiempo aparentemente eterno luchó
contra el mar. Comenzó a contar los golpes de brazo. Posiblemente
podría llegar a un centenar y entonces…
Rainsford
oyó algo. Salió desde la oscuridad, un sonido fuerte como un grito,
el sonido de un animal en el punto máximo de angustia y terror.
No
reconoció al animal que lo produjo, tampoco lo intentó. Con una
vitalidad renovada, nado hacia él. Lo oyó de nuevo; entonces fue
segado por otro ruido, nítido, cortante.
“Un
disparo de pistola”, murmuró Reinsford, mientras continuaba
nadando.
Diez
minutos de esfuerzo concienzudo trajo otro rumor a sus oídos —el
más bienvenido que hubiera escuchado nunca— el murmullo y bramido
del mar rompiendo contra la abrupta costa. Estaba casi sobre las
rocas antes de que pudiera verlas; en una noche menos tranquila se
hubiera destrozado contra ellas. Con la fuerza que le quedaba se
arrastró desde las aguas turbulentas. Peñascos aserrados
aparecieron para proyectarse en la oscuridad; se empujó hacia
arriba, una mano tras otra. Jadeando, con las palmas en piel viva,
alcanzó un lugar llano en la cima. Jungla espesa se extendía por
debajo de los bordes del risco. Qué peligros podía guardar para él
esa maraña de árboles no le preocupaba en ese preciso instante.
Todo lo que sabía era que estaba a salvo de su enemigo, el mar, y
que una debilidad absoluta se encontraba en él. Se echó en el extremo de
la jungla y cayó rápidamente en el sueño más profundo de su vida.
Cuando
abrió los ojos supo por la posición del sol que ya era tarde
avanzada. El sueño le había dado nuevo vigor; fuerte hambre le
acosaba. Se inspeccionó, casi alegre.
“Donde
hay disparos de pistola, hay hombres. Donde hay hombres, hay comida”,
pensó. ¿Pero qué tipo de hombres —se preguntó— en un lugar
tan amenazador? Un frente de enmarañada e irregular selva bordeaba
la orilla.
No
vio rastro de camino a través de la estrecha red de maleza y
árboles; era más fácil ir a lo largo de la costa, y Rainsford
avanzó a trompicones junto al agua. No lejos de donde había
partido, se detuvo.
Algo
herido —por lo que parecía, un animal grande— había forcejeado entre
la vegetación; plantas de la jungla estaban destrozadas y el musgo
cortado. Una zona de hierba aparecía teñida de carmesí. No muy lejos
un pequeño objeto reluciente captó la atención de Rainsford, que
lo recogió. Era un cartucho vacío.
“Un
veintidós” señaló. “Es raro. Debe haber sido un animal
bastante grande. El cazador ha tenido que conservar la tranquilidad
para derribarlo con un arma tan ligera. Está claro que la bestia
ofreció pelea. Supongo que los tres primeros disparos que oí se
produjeron cuando el cazador descubrió a su presa y la hirió. El
último disparo se dio cuando la rastreó hasta aquí y acabó con
ella”.
Examinó
el terreno cuidadosamente y halló lo que había esperado encontrar:
la huella de botas de caza. Apuntaban hacia una cresta en la
dirección a la que se había dirigido. Con empeño se movió
rápidamente para allá, ahora tropezando con algún tronco podrido o
piedra suelta, pero progresando; la noche estaba comenzando a posarse
sobre la isla.
Una
oscuridad lúgubre estaba tiñendo de negro el mar y la jungla cuando
Rainsford avistó las luces. Dio con ellas cuando bordeó un recodo
de la línea de costa; y su primer pensamiento fue que había encontrado un poblado, ya que había numerosas luminarias. Pero conforme se
aproximó vio para su estupor que todas las luces se encontraban en
un único edificio. Una arrogante estructura con apuntadas torres
sumergidas en las sombras. Sus ojos distinguieron los perfiles
umbríos de una residencia palaciega. Se emplazaba en un elevado
risco y, en tres de sus lados, precipicios descendían hasta donde el
mar golpeaba con avidez en la oscuridad.
“Un
espejismo”, pensó Rainsford. Pero encontró que no era tal cuando
abrió la verja de hierro con púas. Los escalones de piedra eran
suficientemente reales; la puerta gigante con una lasciva gárgola
por aldaba era suficientemente real; aún así a todo le rodeaba un
aroma de encantamiento.
Alzó
la aldaba, que crujió pesadamente, como si no hubiera sido usada
nunca. La dejó caer y le sorprendió con su gran estruendo. Pensó
que había oído pasos en el interior; las puertas permanecían
cerradas. Rainsford alzó de nuevo el pesado llamador y lo dejó
caer. La puerta se abrió entonces —tan repentinamente como si
tuviera un resorte— y Rainsford se quedó pestañeando ante el
manantial de luz dorada que refulgió. La primera cosa que sus ojos
distinguieron fue el tipo más alto que hubiera visto nunca, una
criatura gigantesca, fornida y con negra barba hasta la cintura. En
la mano portaba un revolver de cañón largo, y apuntaba directamente
al corazón de Rainsford.
Más
allá de la barba enmarañada dos ojos le escrutaban.
“No
se alarme” dijo Rainsford, con una sonrisa que esperaba fuera
tranquilizadora. “No soy un ladrón. Caí de un barco. Mi nombre es
Sanger Rainsford de Nueva York”.
La
mirada amenazante no cambió en los ojos. El revolver estaba
apuntando de una manera tan firme que el gigante parecía una
estatua. No dio señal de haber comprendido las palabras de
Rainsford, o que tan siquiera las hubiera escuchado. Iba vestido con
uniforme, un uniforme negro de astracán.
“Soy
Sanger Rainsford de Nueva York”, comenzó de nuevo. “Caí de un
barco. Estoy hambriento”.
La
única respuesta del hombre fue alzar con su pulgar el percutor del
revolver. Entonces Rainsford vio como la mano libre del tipo iba
hasta la frente en un saludo marcial y observó como sus talones se
unían y se mantenían en esa posición. Otro hombre estaba bajando
los amplios escalones de mármol, un tipo erguido, delgado, vestido
con ropas elegantes. Avanzó hasta Rainsford y ofreció su mano.
En
una educada voz, con un ligero acento que le daba precisión y
consciencia, dijo: “Es un gran placer y honor darle la bienvenida,
Señor Sanger Rainsford, el apreciado cazador, a mi casa”.
Automaticamente,
Rainsford le dio la mano.
“Verá,
he leído su libro sobre caza de leopardos de las nieves en el Tibet”
explicó el hombre. “Yo soy el General Zaroff”.
La
primera impresión de Rainsford fue que el hombre poseía un
atractivo singular. La segunda que había alguna cualidad original,
casi extraña, en el rostro del general. Era un hombre alto que había
pasado la mediana edad, en su pelo había un intenso blanco, pero sus
espesas cejas y su bigote marcial eran de un negro tan intenso como
la noche de la que había surgido Rainsford. También sus ojos eran
negros y muy brillantes. Tenía unos huesos de las mejillas muy
elevados, una afilada nariz, una cara sobria, el rostro de quien
estaba acostumbrado a dar órdenes. La faz de un aristócrata.
Volviéndose al gigante con uniforme, el general hizo una señal. El
otro apartó su pistola, saludó y se retiró.
“Ivan
es un compañero extraordinariamente fuerte”, señaló el general,
“pero ha tenido la desgracia de ser sordo y mudo. Un tipo simple.
Me temo que, como toda su raza, un poco salvaje”.
“¿Es
ruso?”
“¿Es
un cosaco”, dijo el general, y su sonrisa mostró unos labios rojos
y una dentadura afilada. “Como lo soy yo”.
“Entre”,
añadió, “no deberíamos estar charlando aquí. Podemos hablar más
tarde. Ahora desea ropa, comida, descanso. Debería tenerlo. Este es
un lugar muy tranquilo”.
Ivan
había reaparecido, y el general habló con él moviendo los labios
pero sin emitir ningún sonido.
“Siga
a Ivan si le place, Mr. Rainsford”, dijo el general. “Yo estaba a
punto de cenar cuando usted llegó. Le esperaré. Encontrará que mis
ropas son de su talla, creo”.
Fue
hasta una habitación enorme, con techo de vigas y una cama con dosel
suficientemente grande para seis personas, a donde Rainsford siguió
al silencioso gigante. Ivan sacó un traje de noche, y Rainsford,
cuando se lo puso, se dio cuenta de que era de un sastre londinense
que habitualmente no cortaba ni cosía para nadie con un rango
inferior al de duque.
El
comedor al que Iván le dirigió destacaba de varias maneras. Había
una magnificencia medieval en él; sugería un salón nobiliario de época medieval, con sus paneles de roble, techo alto, sus grandes
mesas de refectorio en las que varias personas podían sentarse a
comer. Alrededor de la estancia estaban colgadas cabezas de numerosos
animales —leones, tigres, elefantes, alces, osos— Rainsford no
había visto especímenes mayores o más perfectos. En la mesa más
grande el general estaba sentado, solo.
“Tomará
un cóctel, Señor Rainsford”, sugirió. El cóctel estaba
arrebatadoramente bueno y, notó Rainsford, la decoración de la mesa
era de lo más excelsa: tejidos de lino, cristal, plata, porcelana
china.
Estuvieron
comiendo borsch, la
sabrosa sopa roja con crema tan apreciada por los paladares rusos.
Medio disculpándose dijo el General Zaroff, “Nos esforzamos por
preservar aquí las comodidades de la civilización. Por favor,
disculpe cualquier omisión. Estamos cómodos apartados, ya sabe.
¿Cree que el champán ha sufrido a causa de su largo trayecto
oceánico?
“Ni
lo más mínimo”, declaró Rainsford. Estaba encontrando en el
general un preocupado y afable anfitrión, un verdadero cosmopolita.
Pero había un pequeño rasgo del general que hacía sentir incómodo
a Rainsford. En cualquier momento en el que levantaba la vista de su
plato, encontraba al general estudiándolo, evaluándole
detenidamente.
“Quizá”,
dijo el general Zaroff, “le sorprendió que reconociera su nombre.
Mire, leo todos los libros de caza publicados en inglés, francés y
ruso. No tengo más que una pasión en mi vida, Señor Rainsford, y
es la caza”.
“Tiene
unos estupendos trofeos aquí” dijo Rainsford cuando terminó un filet
mignon particularmente
bien cocinado. “Ese búfalo africano es el mayor que haya visto”.
“Oh,
ese. Sí, era un monstruo”.
“Cargó
contra usted?
“Me
arrojó contra un árbol”, dijo el general. “Fracturó mi cráneo.
Pero atrapé a la bestia”.
“Siempre
he pensado”, dijo Rainsford, “que el búfalo africano es el más
peligroso en la caza mayor”.
Por
un instante el general no respondió, estaba sonriendo con su curiosa
sonrisa de labios rojos. Entonces dijo lentamente, “No, está
equivocado, señor”. El búfalo africano no es la caza más
peligrosa”. Sorbió su vino. “Aquí en mi reserva de esta isla”,
dijo en el mismo tono lento, “cazo una presa más peligrosa”.
Rainsford
expresó sorpresa. “¿Hay caza mayor en esta isla?”.
El
general asintió. “La mayor”.
“¿Realmente?”.
“Oh,
no está aquí de manera natural, por supuesto. He de proveer a la
isla”.
“¿Qué
ha importado, General?” preguntó Rainsford. “¿Tigres?”.
El
general sonrió. “No”, dijo. “Cazar tigres dejó de interesarme
hace algunos años. Agoté sus posibilidades, usted comprende. No
queda emoción en los tigres, sin peligro real. Yo vivo para el
peligro, señor Rainsford”.
El
general tomó de su bolsillo una cigarrera dorada y ofreció a su
invitado un largo puro negro con una vitola plateada; estaba
perfumado y exudaba un olor como de incienso.
“Tendremos
alguna caza mayúscula, usted y yo”, dijo el General. “Estaría
enormemente gustoso de contar con su acompañamiento”.
“¿Pero
qué caza…” comenzó Rainsford.
“Se
lo diré”, dijo el General. “Estará entretenido, lo sé. Creo,
podría decir con toda modestia, que he logrado algo especial. He
inventado una nueva sensación. ¿Podría ponerle otro vaso de
oporto?”.
“Gracias,
general”.
El
general rellenó ambos vasos y dijo, “Dios convierte a algunos
hombres en poetas. Hace reyes, a otros pordioseros. A mí me
hizo cazador. Mi mano fue moldeada para el gatillo, dijo mi padre.
Era un hombre muy rico con un cuarto de millón de acres en Crimea, y
era un ardiente deportista. Cuando tenía tan solo cinco años me dio
una pequeña pistola, especialmente fabricada en Moscú para mí,
para disparar a gorriones. Cuando disparé con ella a alguno de sus
pavos de campeonato, no me castigó, se quejó por mi puntería. Maté
a mi primer oso del Cáucaso con diez años. Toda mi vida ha sido una
prolongada cacería. Fui al ejército —lo que se esperaba de los
hijos de nobles— y por un tiempo dirigí una división de
caballería cosaca, aunque mi interés real fue siempre la caza. He
cazado todo tipo de presas en todos los lugares. Sería imposible
para mí decir cuantos animales he matado”.
El
general chupó su puro.
“Después
de la debacle de Rusia dejé el país, pues era imprudente para un
oficial del Zar permanecer allí. Muchos nobles rusos lo perdieron
todo. Yo, afortunadamente, había hecho fuertes inversiones en bonos
estadounidenses, de modo que nunca he tenido que abrir un salón de
té en Montecarlo o conducir un taxi en París. Naturalmente continué
cazando; grizzlies en sus rocosas, cocodrilos en el Ganges,
rinocerontes en África del este. Fue en África donde me golpeó el
búfalo y me dejó fuera de juego durante seis meses. Tan pronto como
me recuperé comencé a cazar jaguares en el Amazonas, ya que había
oído que eran especialmente astutos. No lo eran”. El cosaco
suspiró. “No hay ningún reto para un cazador que cuente con
ingenio y un rifle potente. Estaba amargamente decepcionado. Yacía
una noche en mi tienda con un agudo dolor de cabeza, cuando un
terrible pensamiento vino a mi mente. ¡Cazar estaba comenzando a
aburrirme! Y cazar, recuerde, había sido mi vida. He oído que a
menudo en Estados Unidos hombres potentados se hunden cuando tienen
que renunciar a los negocios que han conformado su vida”.
“Sí,
así es”, dijo Rainsford.
El
general sonrió. “No deseo hundirme”, dijo. “Debo hacer algo.
En verdad la mía es una mente analítica, señor Rainsford. Sin duda
es por lo que disfruto de los problemas de la persecución”.
“Sin
duda, general Zaroff”.
“De
modo”, continuó el general, “que me pregunté a mí mismo porqué
la caza no me seguía fascinando. Usted es mucho más joven que yo,
señor Rainsford, y no ha cazado tanto, pero quizás pueda suponer la
respuesta”.
“¿Cuál
es?”
“Sencillamente
esto: cazar ha cesado de ser lo que usted llamaría un reto
deportivo. Se ha convertido en algo demasiado fácil. Siempre obtengo
mi presa. Siempre. No hay mayor aburrimiento que la perfección”.
El
general encendió un nuevo puro.
“Ningún
animal tiene una oportunidad conmigo. Esto no es presunción; se
trata de una certeza matemática. El animal no tiene más que sus
patas e instinto. El instinto no es rival para la razón. Cuando
pensé en ello fue un momento trágico para mí, se lo puedo
asegurar”.
Rainsford
se apoyó sobre la mesa, absorto en lo que su anfitrión estaba
contando.
“Me
vino una inspiración de lo que debía hacer”, continuó el general.
“¿Y
eso era?”.
El
general sonrió con la sonrisa tranquila de quien se ha enfrentado a
un obstáculo y lo ha superado con éxito. “Tuve que inventar un
nuevo animal para cazar”, dijo.
“¿Un
nuevo animal? Está bromeando”. “En absoluto” dijo el general.
“Nunca bromeo con la caza. Necesitaba un nuevo animal. Encontré
uno. De modo que compré esta isla, construí este edificio y aquí
hago mi caza. La isla es perfecta para mis propósitos. Hay selvas
con un laberinto de sendas en ellas, colinas, pantanos…”
“¿Pero
el animal, General Zaroff?”.
“Oh”,
dijo el general. “Me provee de la caza más excitante del mundo.
Ninguna otra se le puede comparar ni por un instante. Cazo cada día,
y ahora nunca me hastío, pues cuento con una presa con la que puedo
medir mi astucia”.
La
perplejidad de Rainsford se mostró en su rostro.
“Deseaba
el animal ideal para cazar”, explicó el general. “De modo que
dije, “¿cuáles son los atributos de una presa ideal?” y la
respuesta fue, por supuesto, “debe tener coraje, astucia y sobre
todo debe ser capaz de razonar”.
“Pero
ningún animal puede razonar”, objetó Rainsford.
“Mi
querido amigo”, dijo el general, “existe uno que puede”.
“Pero
no quiere decir…” susurró Rainsford.
“¿Y
por qué no?”.
“No
puedo creer que esté hablando en serio, General Zaroff. Esto es una
broma macabra”.
“¿Por
qué no debería estar hablando en serio? Estoy hablando de caza”.
“¿Caza?
Maldita sea, general Zaroff, a lo que usted se está refiriendo es a
asesinato”.
El
general rio con buen ánimo. Observó a Rainsford inquisitivamente.
“Rehúso a creer que un joven tan moderno y civilizado como usted
parece, albergue ideas románticas acerca del valor de la vida
humana. Seguramente sus experiencias en la guerra…”
“No
me considero un asesino a sangre fría”, cortó Rainsford
abruptamente.
Carcajadas
hicieron temblar al general. “¡Cuán gracioso es usted!”
exclamó. “En los días que corren uno no espera encontrar entre la
clase educada, ni siquiera en Estados Unidos, a alguien tan naíf, y
si me permite decirlo, con un punto de vista tan mediocremente
victoriano. Es como encontrar una tabaquera en una limusina. Oh,
bien, sin duda usted tiene antepasados puritanos. Aparentemente
muchos estadounidenses los han tenido. Apuesto a que olvidará sus
ideas cuando vaya a cazar conmigo. Posee un genuino entusiasmo en su
interior, Señor Rainsford”.
“Gracias.
Soy cazador, no un asesino”.
“Dios
mío”, dijo el general, bastante sereno. “De nuevo esa palabra
poco cortés. Pero creo que le demostraré que sus escrúpulos son
erróneos”.
“¿Sí?”
“La
vida es para los fuertes, para ser vivida por los fuertes y, si es
necesario, para ser tomada por los fuertes. Los débiles del mundo
fueron colocados aquí para dar satisfacción a los fuertes. Soy
fuerte. ¿Por qué no debería usar mi don? Si deseo cazar, ¿por qué
no debería hacerlo? Cazo a la escoria del mundo: marineros de barcos
encallados —indios, negros, chinos, blancos, mongoles— un caballo
purasangre o un sabueso vale más que un puñado de ellos.
“Pero
son personas”, dijo Rainsford acaloradamente.
“Precisamente”,
dijo el general. “Por eso los uso. Me dan satisfacción. Pueden
razonar, en cierto modo. De forma que son peligrosos”.
“¿Pero
donde los consigue?”.
El
párpado izquierdo del general cayó en un guiño. “Esta isla es
llamada Trampa de los Barcos”, respondió. “En ocasiones un
enojado dios de los profundos mares me los envía. En ocasiones,
cuando la providencia no es tan gentil, le ayudo un poco. Venga
conmigo hasta la ventana”.
Rainsford
se dirigió a la ventana y miro hacia el mar.
“¡Contemple!
¡Ahí fuera!”, exclamó el general apuntando hacia la noche. Los
ojos de Rainsford no vieron más que negrura, y entonces, cuando el
general pulsó un botón, a lo lejos vio el resplandor de luces.
El
general se rio por lo bajo. “Indican un canal”, dijo, “donde
no hay ninguno: rocas gigantes con bordes afilados, que destrozan
como un monstruo marino con las fauces abiertas de par en par. Pueden
partir un buque tan fácilmente como lo hago yo con esta nuez”.
Arrojó una al suelo de madera y la desmenuzó con su tacón. “Oh, sí” dijo de manera casual, como si fuera la respuesta a una
pregunta. “Tengo electricidad. Tratamos de ser civilizados aquí”.
“¿Civilizados?
¿Y usted dispara a seres humanos?”.
Un
rastro de ira apareció en los ojos negros del general, pero estuvo
ahí durante un segundo. Entonces dijo, en su modo más cortés,
“Dios mío, ¡que hombre más recto es usted! Le aseguro que no
hago lo que sugiere. Sería bárbaro. Trato a esos visitantes con la
mayor de las consideraciones. Quedan saciados de buena comida y
ejercicio. Consiguen una condición física espléndida. Será libre
de verlo por usted mismo mañana”.
“¿Qué
quiere decir?”
“Visitaremos
mi escuela de entrenamiento”, sonrió el general. “Se encuentra
en el sótano. Ahora mismo tengo ahí abajo una docena de pupilos.
Son del barco español Sanlúcar, que tuvo
la mala fortuna de topar con las rocas. Un lote bastante lamentable,
me temo. Unos pobres especímenes más acostumbrados a la cubierta
que a la selva”. Alzó su mano e Ivan, quien actuaba como camarero,
trajo un espeso café turco. Con esfuerzo Rainsford contuvo su
lengua.
“Se
trata de un juego, ya lo verá”, continuó el general con suavidad.
“Sugiero a uno de ellos que vayamos a cazar. Le doy un suministro
de comida y un excelente cuchillo de montería. Le otorgo tres horas
de ventaja. Le sigo, armado tan solo con una pistola del menor
calibre y alcance. Si mi presa me evita durante tres días, gana el
juego. Si le encuentro —sonrió el general— él pierde”.
“¿
Y si suponemos que rechaza ser cazado?”
“Oh”,
dijo el general, “Le doy opción, por supuesto. No tiene que
participar en el juego si no lo desea. Si no quiere cazar se lo
entrego a Ivan. Ivan tuvo en una ocasión el honor de servir como
verdugo del gran zar blanco, y tiene sus propias ideas acerca del
deporte. Invariablemente, señor Rainsford, invariablemente eligen la
caza”.
“¿Y
si ganan?”
Se
amplió la sonrisa en el rostro del general. “Hasta la fecha no he
perdido”, dijo. Entonces añadió apresuradamente: “no deseo que
me tome por un fanfarrón, señor Rainsford. Muchos de ellos
solamente regalan el tipo de problema más elemental. De vez en
cuando doy con un tártaro. Uno casi venció. Al final debí utilizar
a los perros”.
“¿Los
perros?”
“Por
aquí, por favor. Se lo mostraré”.
El
general guio a Rainsford hasta una ventana. Las luces que salían de
las ventanas conformaban una intermitente iluminación que dibujaba
formas grotescas en el patio de abajo, y Rainsford pudo ver moverse
como a una docena de sombras negras. Cuando se volvieron hacia él,
sus ojos centellearon con un fulgor verde.
“Un
grupo más bien óptimo”, observó el general. “Salen cada noche
a las siete. Si cualquiera intentara entrar en mi hogar —o salir de
él— le sucedería algo extraordinariamente lamentable”. Tarareó
un fragmento de canción del Folies
Bergère.
“Y
ahora”, dijo el general, “Me gustaría mostrarle mi nueva
colección de trofeos. ¿Vendrá conmigo a la biblioteca?”.
“Confío”,
dijo Rainsford, que sepa disculparme esta noche, general Zaroff.
Realmente no me encuentro bien”.
“¿De
veras?”, interrogó solícitamente el general. “Bien, supongo que
es totalmente natural tras haber nadado largo tiempo. Necesita una
buen y reparador sueño nocturno. Apuesto que mañana se sentirá
como un hombre nuevo. Iremos entonces a cazar, ¿eh?”.
“Lo
encuentro una perspectiva prometedora…” Rainsford se apresuró a
salir de la estancia.
“Lamento
que no pueda acompañarme esta noche”, señaló el general. “Espero
un partido más bien óptimo: un negro fuerte, grande. Parece con
recursos. Bien, buenas noches, señor Rainsford. Confío en que tenga
un buen descanso nocturno”.
La
cama era buena y los pijamas de la seda más suave, así mismo se
encontraba agotado hasta en la última fibra de su ser, pero aún así
Rainsford no pudo calmar a su cerebro con el opio del sueño. Yació
con los ojos completamente abiertos. En una ocasión creyó oír
pasos sigilosos en el pasillo fuera de su habitación. Trató de
abrir de golpe la puerta; no abría. Fue hasta la ventana y miró
fuera. Su aposento estaba elevado en una de las torres. Las luces de
la finca se encontraban ahora apagadas y había oscuridad y silencio;
pero también un fragmento de luna cetrina, y por su luz mortecina
podía ver, débilmente, el patio. Ahí, entretejidas con las formas
de las sombras, había negras, silenciosas siluetas; los sabuesos le
oyeron en la ventana y miraron hacia arriba, expectantes, con sus
ojos verdes. Rainsford volvió a la cama y se tumbó. De muchas
maneras trató de dormir. Logró adormilarse cuando, a punto de que
llegara la mañana, oyó, lejos en la jungla, el débil eco de una
pistola.
El
General Zaroff no apareció hasta el almuerzo. Iba impecablemente
vestido a la manera de un cacique, con ropajes de tweed. Fue
solícito con respecto al estado de salud de Rainsford.
“Por
lo que a mí respecta”, suspiró el general, “no me encuentro
demasiado bien. Estoy preocupado, señor Rainsford. La noche pasada
volví a detectar trazas de mi antigua dolencia”.
Ante
la mirada interrogadora de Rainsford, el general dijo, “hastío,
aburrimiento”.
Entonces,
tomando una segunda ración de crêpes
Suzette,
el general explicó: “La caza no fue buena anoche. El tipo perdió
la cabeza. Creó un rastro nítido que no daba problemas en absoluto.
Es el problema con esos marineros; para comenzar tienen cerebros
estúpidos, y no saben cómo comportarse en los bosques. Lo hacen de
forma completamente idiota y obvia. Es de lo más molesto.. ¿Querrá
otra copa de Chablis,
señor Rainsford?”.
“General”,
dijo Rainsford firmemente, “deseo abandonar esta isla
inmediatamente”.
El
general alzó la maraña que tenía por cejas: parecía herido.
“Pero, mi querido amigo”, protestó el general, “acaba de
llegar. No ha tenido caza…”
“Deseo
irme hoy”, dijo Rainsford. Vio como los muertos ojos del general se
posaban sobre él, estudiándole. De repente el rostro del general
Zaroff brilló.
Llenó
el vaso de Rainsford con venerable Chablis proveniente
de una botella polvorienta.
“Esta
noche”, dijo el general, “cazaremos… Usted y yo”.
Rainsford
agitó su cabeza. “No, general”, dijo. “No cazaré”.
El
general encogió sus hombros y comió delicadamente una uva de
invernadero. “Como desee, amigo mío. La elección descansa
enteramente en usted. ¿Pero podría no ser aventurado sugerir que
encontrará mi idea de deporte más divertida que la de Ivan?”
Asintió
hacia la esquina donde permanecía el gigante, con el ceño fruncido,
sus poderosos brazos cruzados sobre el tonel que tenía como pecho.
“No
quiere decir…” protestó Rainsford.
“Mi
querido compañero”, dijo el general, ¿no le he contado lo que
siempre quiero decir cuando hablo de caza? Esto es de veras una
motivación. Finalmente… brindo por un adversario digno de mi
acero”. El general alzó su vaso, pero Rainsford se sentó
observándole.
“Encontrará
que este juego vale la pena abordarlo” dijo el general
entusiásticamente,. “Su cerebro contra el mío. Su arte contra el
mío. Su fuerza y resistencia contra las mías. ¡Ajedrez en el
exterior! Y lo que está en juego no es de poco valor, ¿eh?”
“Y
si gano…”, comenzó Rainsford con voz ronca.
“Reconoceré
alegremente mi derrota si no le encuentro para la medianoche del
tercer día”, dijo el general Zaroff. Mi velero le llevará a
tierra firme cerca de una ciudad”. El general leyó lo que
Rainsford estaba pensando.
“Oh,
puede confiar en mí”, dijo el cosaco. ”Le doy mi palabra de
caballero y deportista. Por supuesto que usted a cambio debe estar de
acuerdo en no decir una palabra de su visita a este lugar”.
“No
acordaré nada del estilo”, dijo Rainsford.
“Oh”,
dijo el general, “en ese caso… ¿Pero por qué discutir de ello
ahora? Dentro de tres días podemos debatirlo junto a una botella
de Veuve
Clicquot,
a menos que…”
El
general dio un sorbo a su vino.
Entonces
le animó un espíritu como de hombre de negocios. “Ivan”, dijo
dirigiéndose a Rainsford, “le proveerá de ropas de caza, comida,
un cuchillo. Le sugiero llevar mocasines; dejan un rastro débil. Le
sugiero también que evite el gran pantano de la esquina sureste de
la isla. Lo llamamos la ciénaga de la muerte. Allí hay arenas
movedizas. Un estúpido lo intentó. Lo más lamentable es
que Lazarus lo
siguió. Puede imaginar mis sentimientos, señor Rainsford. Amaba
a Lazarus.
Era el mejor sabueso de mi manada. Bien, debo rogarle ahora que me
disculpe. Siempre tomo una siesta tras el almuerzo. Me temo que usted
apenas tendrá tiempo para un sueño. Querrá comenzar, sin duda. No
debería seguirle hasta el anochecer. Cazar por la noche es mucho más
excitante que por el día, ¿no cree? Au
revoir,
señor Rainsford, au
revoir”.
El General Zaroff, con una marcada, cortés inclinación, se dirigió
fuera de la habitación.
Por
otra puerta vino Ivan. Bajo un brazo portaba ropas caqui de caza, un
macuto con comida, una funda de cuero que contenía un cuchillo de
larga hoja; su mano derecha descansaba sobre un revolver amartillado
y encajado en el carmesí cinto alrededor de la cintura.
Rainsford
luchó su camino a través de la vegetación durante dos horas. “Debo
mantenerme tranquilo. Debo mantenerme tranquilo”, dijo con los
dientes apretados.
No
había tenido la mente despejada cuando las puertas de la finca se
cerraron de golpe tras él. La primera idea fue poner distancia entre
él y el general Zaroff; con ese objetivo se había apresurado,
espoleado por los afilados aguijones de algo similar al pánico.
Ahora se había contenido, había parado e hizo un repaso de él
mismo y de la situación. Vio que una huida directa era inútil;
inevitablemente lo lanzaría cara a cara con el mar. Se encontraba en
un cuadro enmarcado por el océano, y sus opciones, claramente, debían
considerar ese marco.
“Le
daré un rastro que seguir”, murmuró Rainsford y se separó de la
ruda senda que había estado recorriendo para introducirse en la
tierra salvaje sin caminos. Realizó una serie de giros marcados,
volvió sobre sus pasos una y otra vez, recordando todo el
conocimiento sobre la caza del zorro, y todos los quiebros del zorro.
Por la noche se encontró con piernas cansadas, las manos y el rostro
lacerados por las ramas, en una cresta montañosa con abundantes
árboles. Sabía que sería una locura continuar en la oscuridad,
incluso si tuviera la fortaleza necesaria. Su necesidad de descanso
era imperativa y pensó, “he interpretado al zorro, ahora debo
representar al gato de la fábula. Un gran árbol de tronco grueso y
salientes ramas se encontraba cerca y, teniendo cuidado de no dejar
la menor marca, trepó hasta la copa y, estirándose sobre una de las
ramas más anchas, descansó en cierto modo. El reposo le trajo nueva
confianza y casi un sentimiento de seguridad. Incluso un cazador tan
celoso como el General Zaroff no le podría rastrear hasta allí, se
dijo así mismo; tan solo el mismo demonio podría seguir ese rastro
tan complicado a través de la selva al anochecer. Pero quizás el
general era un demonio…
Una
nerviosa noche se arrastró lentamente, como una serpiente herida, y
el sueño no visitó a Rainsford, aunque el silencio de un mundo
muerto yacía en la jungla. Por la mañana cuando un gris lóbrego
barnizaba el cielo, el lamento de algún pájaro sobresaltado dirigió
la atención de Rainsford en esa dirección. Algo llegaba atravesando
la maleza, lenta, cuidadosamente, aproximándose por el mismo
serpenteante paso por el que había venido Rainsford. Se aplastó
contra la rama y a través de una pantalla de hojas tan espesa como
un tapiz, vigiló… Quien se aproximaba era un hombre.
Era
el general Zaroff. Caminaba con sus ojos fijados con máxima
concentración en el terreno frente a él. Se detuvo, casi bajo el
árbol, se arrodilló y estudió el suelo. El impulso de Rainsford
fue arrojarse como una pantera, pero vio que la mano derecha del
general sujetaba algo metálico, una pequeña pistola automática.
El
cazador agitó su cabeza varias veces, como si estuviera confuso.
Entonces se alzó y tomó de su cigarrera uno de sus puros negros. Su
intenso aroma como de incienso flotó hasta las fosas nasales de
Rainsford.
Rainsford
contuvo la respiración. La mirada del general dejó el suelo y se
desplazó pulgada a pulgada por el árbol. Rainsford se congeló,
cada músculo encogido como un muelle. Pero los afilados ojos del
cazador se detuvieron antes de alcanzar la rama donde se encontraba
Rainsford; una sonrisa se extendió por su rostro bronceado. Muy
conscientemente lanzó un anillo de humo al aire; entonces le dio la
espalda al árbol y se alejó cuidadosamente, de vuelta al camino por
el que había llegado. El rumor de la maleza contra sus botas de caza
se fue haciendo cada vez más débil.
El
aire reprimido se apresuró cálido desde los pulmones de Rainsford.
Su primer pensamiento le hizo sentirse enfermo y entumecido. El
general podía seguir un rastro a través de los bosques por la
noche. Podía seguir una pista extraordinariamente difusa; debía
poseer increíbles poderes; tan solo por la mínima casualidad el
cosaco había fallado en ver a su presa.
El
segundo pensamiento de Rainsford aún fue más terrible. Mandó un
estremecimiento de frío horror a través de todo su ser. ¿Por qué
había sonreído el general? ¿Por qué se había dado la vuelta?
Rainsford
no quería creer lo que su razón le indicaba como cierto, pero la
verdad era tan evidente como el sol que ahora se abría paso entre la
niebla de la mañana. ¡El general estaba jugando con él! ¡El
general estaba asegurándose otro día de deporte! El cosaco era el
gato; él era el ratón. Fue entonces cuando Rainsford conoció el
completo significado del terror.
“No
perderé los nervios. No lo haré”.
Se
deslizó fuera del árbol y se volvió a introducir en el bosque. Su
cara estaba rígida y forzó a su mecanismo mental a ponerse en
funcionamiento. Trescientas yardas más allá de su escondite se
detuvo donde un gran árbol muerto se apoyaba precariamente en otro
más pequeño, con vida. Arrojando su bolsa de comida, Rainsford tomó
su cuchillo de la funda y comenzó a trabajar con toda su energía.
Acabó
finalmente la labor, y se lanzó tras un tronco caído cien pies más
lejos. No tuvo que esperar mucho. El gato había vuelto de nuevo para
jugar con el ratón.
Siguiendo
el rastro con la seguridad de un sabueso venía el General Zaroff.
Nada escapaba de sus inquisidores ojos negros, ni una aplastada
brizna de hierba, ni una pequeña rama doblada, ni una señal —sin
importar lo tenue que fuera— en el musgo. Tan absorto estaba el
cosaco en su persecución que cayó en lo que Rainsford había
tramado antes de darse cuenta. Su pie tocó la rama protuberante que
era el disparador. Cuando lo hizo, el general percibió el peligro y
saltó hacia atrás con la agilidad de un mono. Pero no fue lo
suficientemente rápido. El árbol muerto, delicadamente situado para
descansar en el extremo del vivo, se hundió y golpeó al general en
el hombro con un golpe oblicuo durante su caída; si no hubiera sido
por su lucidez, habría sido aplastado bajo él. Se tambaleó pero no
cayó; tampoco soltó su revolver. Se quedo ahí de pie, frotando su
hombro herido, y Rainsford, con el miedo de nuevo atenazando su
corazón, oyó la risa burlona del general extendiéndose por la
jungla.
“Rainsford”
llamó el general, “si está lo bastante cerca para oír mi voz,
como supongo que lo está, déjeme felicitarlo. No todo el mundo sabe
construir una trampa malaya. Afortunadamente para mí, yo también he
cazado en Malasia. Se está mostrando interesante, señor Rainsford.
Voy a tener que vendarme la herida; aunque no es gran cosa. Volveré.
Lo haré”.
Cuando
el general, apretando su hombro golpeado, se hubo ido, Rainsford
reanudó su huida. Ahora era una fuga, angustiosa, sin esperanza, que
le llevó algunas horas. Llegó el atardecer, entonces la oscuridad,
y aún continuó. El terreno se iba suavizando bajo sus mocasines. La
vegetación era más fétida, más densa; los insectos le picaban de
manera salvaje.
Entonces,
dando un paso, su pie se hundió en el limo. Intentó sacudirlo de
vuelta, pero el lodo absorbió viciosamente su pie como si fuera una
sanguijuela gigante. Con un esfuerzo violento, logró soltarse. Sabía
donde se encontraba ahora. La ciénaga de la muerte y sus arenas
movedizas.
Sus
manos se apretaron con fuerza, como si su temperamento fuera algo
tangible que alguien quisiera arrebatar de su abrazo. La suavidad de
la tierra le dio una idea. Retrocedió una docena de pasos o así
desde las arenas movedizas y como si fuera algún tipo de castor
prehistórico, comenzó a cavar.
Rainsford
se había enterrado en Francia cuando un segundo de retraso
significaba la muerte. Eso había sido un pasatiempo agradable
comparado con lo que era cavar ahora. El foso se hizo más grande;
cuando era mayor que la altura de sus hombros, trepó fuera y cortó
estacas de la madera de algunos árboles jóvenes, afilándolas hasta
el punto exacto. Las plantó en el fondo del foso con las puntas
hacia arriba. Con dedos rápidos tejió una alfombra rugosa con
ramitas y hierba y con ella cubrió la oquedad de la fosa. Entonces,
mojado por el sudor y dolorido de cansancio, se acuclilló tras el
tocón de un árbol carbonizado por un rayo.
Sabía
que su perseguidor estaba llegando. Oyó el sonido apagado de pisadas
sobre la tierra blanda, y la brisa nocturna le trajo el perfume del
puro del general. Le pareció a Rainsford que el general venía con
una celeridad inusual. Parecía que no estaba estudiando paso a paso
el camino. Rainsford, ahí agachado, no podía ver ni al general ni
la fosa. Vivió un minuto como un año. Sintió entonces el impulso
de gritar de alegría, ante el crujir de las ramas rompiéndose
cuando la cubierta cedió; oyó el marcado grito de dolor cuando las
afiladas estacas encontraron su objetivo. Saltó desde su escondite.
Entonces se encogió de nuevo. A tres pies del foso un hombre se
erguía, con una linterna eléctrica en su mano.
“Lo
ha hecho bien, Reinsford”, la voz del general se oyó. Su fosa
birmana para tigres ha reclamado uno de mis mejores perros. De nuevo
puntúa. Creo, señor Rainsford, que observaré lo que puede hacerle
a mi jauría al completo. Estoy ahora listo para irme a casa a
descansar. Gracias por una tarde tan entretenida”.
Al
romper el alba Rainsford, tumbado cerca del pantano, se despertó por
el sonido que le hizo saber que aún tenía que aprender nuevas cosas
sobre el miedo. Era un sonido distante, apagado e intermitente, pero
lo conocía. Era el aullido de una grupo de sabuesos.
Rainsford
sabía que podía hacer una de dos cosas. Podía quedarse donde
estaba y esperar. Eso era un suicidio. Podía huir. Eso era posponer
lo inevitable. Permaneció ahí por un momento, pensando. Una idea
que suponía una oportunidad ínfima llegó a él y, ajustándose el
cinturón, se alejó de la ciénaga.
El
aullido de los perros se hizo más próximo, más próximo, y aún
más. En una cresta Rainsford trepó por un árbol. Por debajo, en un
curso de agua no más alejado de un cuarto de milla, pudo ver un
arbusto moviéndose. Entrecerrando sus ojos, contempló la encorvada
figura del general Zaroff; justo por delante de él Rainsford logró
ver otro contorno de amplios hombros emergiendo entre las altas
plantas. Era el gigante Ivan, y parecía empujado a avanzar por
alguna fuerza invisible. Rainsford sabía que Ivan debía estar
sujetando las correas de la manada.
Estarían
allí en cualquier momento. Su cerebro trabajó con frenesí. Pensó
en un truco nativo que había aprendido en Uganda. Descendió
deslizándose del árbol. Cogió una rama elástica de un árbol
joven y le ató su cuchillo de caza, con la punta apuntando hacia la
senda; con un pocas fibras de vid salvaje dobló hacia atrás la
madera. Entonces corrió por su vida. El ladrido de los perros se
hizo más intenso cuando dieron con el olor fresco. Rainsford sabía
ahora lo que un animal perseguido sentía.
Tuvo
que detenerse para coger el aire. Los aullidos de los perros se
interrumpieron abruptamente, y el corazón de Rainsford también se
paró. Debían haber llegado hasta el cuchillo.
Trepó
ansioso a un árbol y miró hacia atrás. Sus perseguidores se habían
parado. Pero la esperanza que anidó en la mente de Rainsford cuando
había trepado, murió, pues vio en el poco profundo valle como
Zaroff aún estaba sobre sus pies. Pero Ivan no. El cuchillo,
dirigido por el retroceso del árbol al saltar, no había fallado del
todo.
Rainsford
rodó con dificultad por el suelo cuando los aullidos de la jauría
se reanudaron.
“¡Aguanta,
aguanta, aguanta!” dijo entrecortadamente, mientras se abalanzaba
hacia adelante. Un hueco azul apareció entre los árboles justo
delante. Los perros se acercaban. Rainsford se forzó a dirigirse
hacia el hueco. Lo alcanzó. Era la costa del mar. Al otro lado de
una cala pudo ver la grisácea piedra brillante de la finca. Veinte
pies debajo suyo el mar gruñía y siseaba. Rainsford dudó. Oyó a los
sabuesos. Entonces saltó hacia el oceano…
Cuando
el general y su manada alcanzó el lugar junto al mar, el cosaco se
detuvo. Durante algunos minutos permaneció contemplando la extensión
azul-verduzca del agua. Encogió los hombros. Entonces se sentó,
tomó un trago de brandy de un frasco plateado, encendió un
cigarrillo, y silbó un fragmento de Madame
Butterfly.
El
general Zaroff tuvo esa noche una excelentemente sabrosa cena en su
gran comedor de madera. Con él estaba una botella de Pol
Roger y
media botella de Chambertin. Dos
ligeras molestias le mantenían apartado del disfrute perfecto. Una
era el pensamiento de que sería difícil reemplazar a Ivan; la otra
que su presa había escapado; por supuesto, el americano no había
jugado al juego, así pensó el general cuando saboreó su licor
digestivo. En su librería leyó, para tranquilizarse, algo de las
obras de Marco Aurelio. A las diez se dirigió a su dormitorio. Se
encontraba deliciosamente cansado, se dijo así mismo, mientras
cerraba con llave. Había algo de luz lunar, de modo que, antes de
encender la luz, fue hasta la ventana y miró hacia el patio. Pudo
ver los grandes perros y les dijo, “mejor suerte la próxima vez”.
Entonces encendió la luz.
Un
hombre, que se había estado ocultando en las cortinas de la cama,
estaba ahí de pie.
“¡Rainsford!”
Gritó el general, “¿cómo en el nombre de Dios ha llegado hasta
aquí?”
“El
pantano”. dijo Rainsford. “Lo encontré más rápido que caminar
a través de la jungla”.
El
general aguantó la respiración y sonrió. “Le felicito”, dijo.
“Ha ganado la partida”.
Rainsford
no sonrió. “Aún soy una bestia perseguida”, dijo, en una voz
baja, ronca. “Prepárese, General Zaroff”:
El
general hizo una de sus profundas reverencias. “Ya veo”, dijo.
“¡Espléndido! Uno de nosotros va a proveer un ágape para los
perros. El otro dormirá en esta excelente cama. En guardia,
Rainsford…”
Rainsford
concluyó que nunca había dormido en una cama mejor.
---
NOTAS
(1)MOSTERÍN, J. (El triunfo de la compasión, 2014).
(2)Entrada The Prize of Peril (relato corto) en tercerafundacion.net La traducción más cercana al original hubiera sido la de "El premio (o recompensa, ya que es lo que significa "prize" y no "precio") del peligro". Descarto que la decisión fuera por desconocimiento, ya que entre las ediciones había traductores de la talla de Domingo Santos. Un caso similar dentro de la Ciencia ficción sería el de la magnífica película "Colossus. The Forbin Project" que en castellano se convirtió en "El proyecto prohibido", cambiando el apellido Forbin por el adjetivo forbidden.
(3)El cineasta Yves Boisset cuenta el caso y cómo consideró que hay escenas calcadas entre ambos filmes, en una entrevista alojada en ALLOCINÉ (13 de enero de 2012)[En Francés].
(4)Deckard, V. ¡Perseguido en los recreativos! Smash TV y Nitro Ball. Blogcaliptus, 16/03/2015. Enlace (AQUÍ)
(5)La RKO realizó una segunda versión en 1945, dirigida por el excelente director Robert Wise (West Side Story, Sonrisas y lágrimas, Star Trek. La película) y en la que se sustituye al cosaco Zaroff por el nazi Erich Kreiger. Entre otras versiones no específicamente de Ciencia ficción, tuvo cierto éxito en su momento la aproximación al tema por John Woo en Blanco humano (Hard Target, 1993), película protagonizada por Jean-Claude Van Damme.