martes, 31 de marzo de 2020

Un día menos, un día más (segunda entrega de las «Reflexiones virales de una podcalipster aspirante a filósofa»)

«Ya queda un día menos»; «Haremos esto o lo otro cuando la vida continúe»; «Antes de que nos demos cuenta, todo esto habrá terminado». Seguro que, a estas alturas del confinamiento, has escuchado o leído más de una vez expresiones como estas. Puede que incluso las hayas pronunciado. Y es que apuntan a la reconfortante idea de que también esto pasará.

Pero ¿es esa idea tan reconfortante? En efecto, lo es al aplicarla a circunstancias difíciles o dolorosas. Sin embargo, ¿no es amargamente cierta referida a cualquier tipo de situación, desde las menos memorables hasta las más felices, e incluso a nuestra propia vida en su conjunto? Alguien dijo una vez que, al desear la llegada del próximo verano, de las vacaciones o del año que viene, no nos damos cuenta de que en realidad estamos anhelando acercarnos a nuestro propio final. Y lo mismo sucede cuando contamos los días que faltan para concluir el confinamiento.


Foto, bajo licencia CC, por Gonzalo Jesús Maripangui Gutiérrez en Flickr 


No hace mucho comentábamos que el encierro obligado ha evidenciado la ansiedad generalizada por un continuo hacer que encubre y dificulta la posibilidad de ser. Y hoy descubrimos la oportunidad de liberarnos de otro lastre interno colectivo: la creencia en que la felicidad es, en el mejor de los casos, algo que tal vez experimentamos fugazmente en el pasado o que alcanzaremos en el futuro, pero para lo que al presente siempre le falta o le sobra algo. Ya lo dijo Groucho Marx con lúcida ironía: la vida es lo que nos sucede mientras estamos ocupados haciendo otros planes. Planes para un futuro idealizado en el que, entonces sí, se hayan cumplido todas nuestras expectativas. Pero, como dejó escrito Mariano José de Larra, ¡ay de aquel mañana que no ha de llegar jamás! Asumámoslo: nunca alcanzaremos ese estado utópico. La vida, por su propia naturaleza, nos confrontará siempre con nuevos retos.

Estos días, pese a ciertas formas de hablar, el tiempo no se ha detenido. El transcurrir de las horas continúa, dentro y fuera de nuestras casas. El sol sale y se pone, la Tierra sigue girando, nuevas criaturas vienen al mundo, la naturaleza recupera parte del terreno que le habíamos arrebatado. No se trata de un paréntesis en nuestras vidas. No existe tal cosa. Y el hecho de que el tiempo parezca haberse congelado no otorga menos valor a este período, sino todo lo contrario.

Seguramente, nadie habría elegido voluntariamente una vivencia como la de estas semanas. Al margen de ciertas incomodidades y de las consecuencias económicas y laborales que tendremos que afrontar, la pandemia nos impide seguir ignorando nuestra condición vulnerable y temporal, tantas veces oportunamente soterrada bajo nuestra pila de quehaceres y preocupaciones. Ahora ya no podemos seguir mirando hacia otro lado. Y eso asusta. Y duele. Como es obvio, este escenario es particularmente difícil para el personal sanitario, que trabaja sin unas mínimas medidas de protección, para los enfermos y para sus seres queridos, que atraviesan una experiencia radical que nunca olvidarán. Pero incluso quienes —toquemos madera— permanecemos en nuestros hogares sin más incidentes que el de la propia reclusión, vivimos una época clave tanto para cada uno de nosotros como para el colectivo.

Las circunstancias son las que son y no las podemos cambiar. Ya que estamos aquí, aprovechemos la oportunidad. El obligado parón demuestra que podemos vivir sin tanto movimiento, sin tanta acción, sin tanta productividad, sin tanto consumo, sin tanto ruido. Nos brinda la ocasión de descubrir una nueva intensidad en el tiempo, de devolver nuestra atención al presente en lugar de perdernos rumiando el pasado o emplazando nuestra felicidad a un momento incierto del futuro que probablemente nunca llegará. Tomemos la determinación de dejar de matar el tiempo antes de que él nos haya matado a nosotros sin habernos dado ni cuenta.

Cada día de inmovilidad no es un día menos, es un día más. Un regalo de la vida para reencontrarnos con nuestros seres más queridos o con nosotros mismos, para pasar tiempo con nuestros hijos, para desenterrar aficiones o vocaciones largamente ignoradas, para conectar con nuestros vecinos, para reconocer la red de interdependencias y afectos que sostiene la sociedad, para apreciar, para agradecer. En definitiva, se nos está ofreciendo la oportunidad de redescubrir, desde la conciencia renovada de nuestra propia fugacidad, el valor que tiene cada momento.

Una podcalipster aspirante a filósofa
(En Twitter: @Filoaspirante)

domingo, 29 de marzo de 2020

LA UME Y LOS ESCUPITAJOS


Zapatero en sus casi 8 años de gobierno cometió muchas estupideces. Algunas de ellas aun colean ostentosamente. Pero también, es justo decirlo, hizo cosas de las que hoy nos podemos sentir, por lo menos yo, satisfechos. En su momento el Partido Popular tildó la creación de la Unidad Militar de Emergencias (UME) de “capricho zapateril y despilfarrador”. A la derecha española siempre le cuesta aceptar la apertura de las Fuerzas Armadas más allá de un ejército de cuartel de retreta y guardia, hacia labores de índole de intervención en ayudas de carácter social. Máxime si estas ocurrencias vienen de la izquierda. Y es que las derechas más derechas españolas, léase también las independentistas -la primera porque siempre se han otorgado una especie de derecho de pernada sobre el ejército, que consideran algo consustancial a ella; las segundas, las que no hablan “el idioma de las bestias salvajes” por otros motivos de todos sabidos- siempre han intensificado su esfuerzo a la hora de poner en ridículo cualquier cosa que, proveniente de la izquierda, pudiera poner en alza y en modernización al ejercito, en aras de una mayor eficacia, ya sea esta militar, o de servicio a la sociedad. Sus innumerables intervenciones en catástrofes y demás desgracias naturales o provocadas, justifican sobradamente la creación de la UME, tan denostada, repito, por ambas derechas: la carpetovetónica y la de pureza genético-independentista. Una justificada creación que ahora alcanza su máxima cota.

Fuente de foto: Wikipedia (CC)

Se le tienen que caer los piños a Torra, con el agravante de no encontrar a ningún dentista que se los recoloque, cuando ve a esos soldados de la UME, con sus vehículos especiales de matricula “ET”, sus banderas españolas en las mangas, sus fumigadores, botiquines de auxilio, ambulancias medicalizadas, etc. desinfectando calles, rescatando ancianos, trasegando fallecidos, limpiando, purificando, y desinfectando de virus los rincones más contaminados de Cataluña -incluida la Cataluña “estelada”- Apareciendo así como un ejercito de salvación y no como un ejercito de “invasión” como a él le encantaría personalmente y le convendría políticamente, pues para el independentismo del “proces” siempre prima el “proces” sobre vidas y haciendas. Sobre todo, si la vida y las haciendas son las de otros.

La reacción a esa “molesta ayuda exterior” es que, a través de las redes sociales y retuiteada por Puigdemont en un acto abyecto de lo más despreciable, es la llamar a “escupirles como muestra de desprecio”. ¿Cómo podemos calificar esa asquerosa y descerebrada actitud sin antes no valorar la capacidad, no ya política, sino de estado mental de Torra y sus congéneres ideológicos?
Yo era de los convencidos que la curva de contagio del virus independentista -no del otro por desgracia- había llegado hacía días a su pico más alto de estupidez, pero me equivoqué. Espero que a partir de ahora vaya ya en claro e inequívoco descenso.

Manuel Cuenca

martes, 24 de marzo de 2020

Reflexiones virales de una podcalipster aspirante a filósofa. Primera entrega: "Horror vacui"



La situación que nos está tocando vivir invita a practicar todo aquello que es marca de la casa Podcaliptus: escuchar podcast, leer y releer cómics y libros, ver pelis y series y, en definitiva, hacer todo aquello que se puede hacer en casa y que se ha ido postergando por falta de tiempo.  Pero unas circunstancias tan insólitas como estas, que han obligado a echar el freno a nuestra vida individual y social, también nos impulsan a reflexionar. En las próximas semanas, una podcalipster aspirante a filósofa hilvanará algunas reflexiones personales, surgidas a raíz del confinamiento y la pandemia. Un contexto que nunca imaginamos que llegaríamos a experimentar fuera del mundo de la ficción.

-----------------------------

Estos días de confinamiento obligado están poniendo en evidencia una de las características de nuestra época, al menos en Occidente: la prioridad sociocultural del hacer sobre el ser. Hijos del capitalismo y de la sociedad de consumo, sentimos la necesidad de estar siempre ocupados, siempre haciendo algo, no solo en el ámbito de la productividad laboral, sino también en el del ocio. Esto es particularmente llamativo en la educación de los niños: apenas se les da ya la oportunidad de aburrirse, de inventar y fantasear por sí mismos, de estar solos, con una programación de su tiempo libre muchas veces tan férrea como el horario escolar. Con la mejor de las voluntades, no se les deja espacio para estar consigo mismos y simplemente ser. Les estamos transmitiendo el mismo horror al vacío que nos asalta como adultos.

Y, de pronto, va la vida y nos brinda a muchos una oportunidad única: la de pararnos a reflexionar, a descansar nuestras mentes agitadas, a no hacer nada, a ser sin más. Un tiempo que la mayoría hemos deseado en momentos de estrés o hastío laboral y que, una vez en nuestras manos, nos quema como un hierro candente. Cierto es que, simplificando, hay dos tipos de personas: quienes, por sus inquietudes, nunca tendrán tiempo suficiente para llegar a hacer todo lo que les estimula —aquí entraríamos los podcalipsters— y quienes no saben qué hacer con su tiempo cuando les es concedido. Pero ambos perfiles esconden una misma falacia: la de que el tiempo, para merecer la pena, ha de ser rellenado y ocupado en toda su extensión.

¿Qué es lo que nos da tanto miedo? ¿Qué tememos que se cuele si dejamos alguna rendija al descubierto? Nos encontramos —ni más ni menos— ante un miedo ancestral del ser humano: el miedo al vacío, el horror ante la nada que tememos ser. Aprovechemos esta oportunidad para asumir esa sensación dentro de nosotros, por desagradable que pueda parecer. Entre salida y salida al balcón, entre aplauso y cacerolada, en un hueco antes o después del evento cultural online de turno, una vez terminadas la limpieza general, la tabla de pilates y la consulta de los medios y las redes sociales, dedica un momento a tomar aire y PÁRATE. Permítete sentir qué es lo que estás tratando de evitar.


Photo by Sasha Freemind on Unsplash

Y pregúntate: ¿qué sería yo si no hiciese nada? ¿Acaso soy solo lo que hago? ¿No es la esencia otra cosa? Y entonces, ¿cuál es mi esencia? ¿Quién soy, qué soy? Ciertamente, da miedo renunciar al autoengaño, a construcciones mentales tan arraigadas como las etiquetas identitarias y el relato autobiográfico, que confundimos con quienes somos. Pero la vida nos está invitando a preguntarnos con sinceridad y valentía, al margen de nuestra historia personal y de nuestro rol social, dejando de lado nuestros actos, quién es esa persona aislada en su casa que mira por la ventana en este preciso instante, como tantas otras. Da miedo que la respuesta sea la nada. Que seamos tan solo un vaso vacío.  Pero ¿y si ese vacío no fuera más que el paso previo a la revelación? ¿Y si ese espacio diáfano, esa quietud sin etiquetas ni acciones compulsivas, fuese justamente lo que nos une como seres humanos, como seres vivos?

Si te fijas bien descubrirás a lo lejos, acodadas en otras ventanas, a más personas preguntándose lo mismo. Y, de pronto, el vaso deja de estar vacío, deja de ser un espacio angustiante que necesita ser rellenado. Está mucho más lleno de sentido que mientras nos dejábamos arrastrar por la pulsión del hacer, en aquella época —por fin superada— en la que aún ignorábamos que nuestra misión en la vida no es más que la vida misma. Encontramos, por fin, que nuestro cometido es, sencillamente, vivir, ser en conexión con todo lo que nos rodea. Y logramos, ahora sí, sentirnos como en casa, ya sea confinados entre nuestras cuatro paredes o en el rincón más remoto del planeta.

Una podcalipster aspirante a filósofa
(En Twitter: @Filoaspirante)

miércoles, 18 de marzo de 2020

Tres tebeos españoles "extraenos" (extraños y buenos): "Sandía para cenar", "Encuentros cercanos" y "No mires atrás"

¡Hola gente!

Vuelve Blogcaliptus Bonbon, redactado desde el búnker de nuestra Fortaleza Secreta, para que lo podáis leer en vuestros propios refugios hasta que pase la cuarentena. Hoy os vamos a traer tres tebeos que nos han encantado, creados por dos autores españoles. Nos referimos a Javi de Castro (León, 1990) con su “Sandía para cenar” (2014, Thermozero Cómics) y a Anabel Colazo (Ibiza, 1993) por “Encuentros cercanos” (2017, Ediciones La Cúpula) y “No mires atrás” (2019, Ediciones La Cúpula).



Ya sabéis que nos encanta el género fantástico. Dentro de él hay muchas ramificaciones y el elaborar una historia de estas características con éxito sin que se rompa el pacto de ficcionalidad es difícil para un autor. Pocos grandes han sido capaces de incorporar lo insólito a lo cotidiano sin sacar al lector de la historia, y entre los elegidos que nos vienen ahora a la mente podemos encontrar a personas como Carmen Martín Gaite, Jorge Luis Borges o Adolfo Bioy Casares, por poner algunos ejemplos en lengua hispana. “Sandía para cenar” cumple este difícil requisito para el que suscribe. Imaginemos una historia en la que el joven protagonista se encuentra -de repente- en una situación en la que una sandía antropomorfa es su nuevo compañero de piso. Que locura, ¿no?. ¿Como desarrollar algo así sin caer en el ridículo o un sinsentido vacío?. Pues lo cierto es que leyendo este tebeo, creo honestamente que Javi de Castro lo ha logrado. No voy a desgranar los detalles de una historia que merece ser leída sin que nada se desvele por su originalidad, pero puedo afirmar que los puntos de inflexión de la narración -más que correctos en su número y orientación- nos llevan a varias sorpresas sin que se rompa el mencionado pacto entre autor-lector, así como a desembocar en un final inclasificable, de los que te mantienen dando vueltas a la cabeza tras cerrar el tomo. En definitiva, al acabar su lectura un nombre me vino a la cabeza: Kafka. Al autor checo muchos han intentado seguirlo, fracasando bastantes en esa senda, y otros tantos explicarlo desde multitud de facetas (existencialista, religiosa o social, por indicar varias) sin que haya un análisis universalmente satisfactorio. No me duelen prendas al afirmar que el autor de “Sandía para cenar” ha seguido con esta historia esta vereda del manoseado término kafkiano sin fracasar. Eso, en un campo tan minado, es mucho. Por otro lado, no entraré en el aspecto técnico y calidad del dibujo. No soy persona capacitada para ello, con mayores especialistas en ese ámbito por aquí como el Sr. Ross y el Subteniente Gutiérrez. Baste decir que trazo, color (destacando -¿podría ser de otra manera? un verde “sandía”) y acabado me han parecido elementos bien hilvanados con la trama, así que ningún problema tampoco en ese sentido.



Pasemos ahora a las obras de Anabel Colazo. De nuevo nos adentramos en tierras peligrosas, cartografiadas en más de una ocasión con mapas conducentes a nada. En primer lugar “Encuentros cercanos” nos va a contar una historia de OVNIS. Con esta premisa, lo primero que pensaría cualquiera sería en extraterrestres, muy posiblemente marcianitos verdes -tal vez armados con pistolas láser y una actitud hostil-, o en otro orden de cosas en “los amigos del espacio” que vienen con, más o menos éxito, a echar una mano. Estos lugares comunes, que fueron explorados con éxito cuando eran innovadores por autores como H. G. Wells en su inmortal “La guerra de los mundos” (1898) o por inolvidables películas como “Ultimátum a la Tierra” (“The Day the Earth Stood Still”, Robert Wise, 1951), ahora difícilmente conducen a algo alejado de una reiteración vacua. La autora parece saberlo perfectamente y demostrando un impecable conocimiento de la literatura sobre “extrañología” más recomendable -y por desgracia bastante poco divulgada-, elabora una original historia en la que la tensión provocada por la incursión de lo desconocido en la cotidianeidad va a mantener al lector en una satisfactoria inquietud hasta el final de la narración. Y como ocurre con muchas grandes obras, acabaremos encontrando más preguntas que respuestas, lo que desde Podcaliptus siempre hemos considerado es la base del conocimiento, pues las segundas no pueden surgir si primero no encontramos las interrogantes adecuadas. Esto, en la actualidad, es la premisa principal de muchos de los más sugerentes autores de lo que se ha llamado a denominar mundo “del misterio”, cajón de sastre en el que hay pensadores como el astrofísico Jacques Vallée, o -más cercanos- como el sociólogo Pablo Vergel, cuyas teorías merecen ser escuchadas. Anabel Colazo con esta obra se demuestra como una magnífica acompañante en este ámbito de conocimiento tan complejo y -en no pocas ocasiones, dependiendo del “autor” con razón- denostado.



Mención aparte merece la obra, a día de hoy, más reciente de esta autora. Nos estamos refiriendo a “No mires atrás”. Este cómic se interna en otro mundo fascinante, el de los creepypasta, definidos de modo grueso como las leyendas urbanas de la era tecnológica por encontrar su origen, desarrollo y transformación en Internet. De nuevo Colazo sabe llevarnos por este terreno pantanoso con mano firme, sin caer en fáciles recursos narrativos de susto o impacto poco sutil. Tal vez es una historia más sencilla que la de su trabajo previo, pero mantiene el interés de principio a fin y como en el caso anterior, es una gran toma de contacto en el tema para los no iniciados, así como un deleite para las personas introducidas en este ámbito sociológico; esto último al encontrarse en la trama puntos troncales de un fenómeno que -de nuevo- deja más interrogantes que certezas. Finalmente, tampoco entraré a valorar el estilo formal, pero en las dos narraciones el trazo de la autora se imbrica suave y profundamente al darle una atmósfera onírica, muy apropiada, a las ideas plasmadas en las páginas.

Para acabar, de nuevo mandar muchos ánimos a todo el mundo en estos días extraños y recordar que no hay que bajar la guardia. En Zaragoza, la librería Cálamo no solo ha cerrado sus puertas durante esta crisis, sino que también ha cancelado pedidos a distancia para proteger a los repartidores. Seguramente hay mucho para leer entre lo que tenéis en casa y si hacéis un pedido externo -no sólo de cultura, sino de cualquier otra cosa que esté permitida- no estaría de más que os interesarais por la protección de la gente que va a ir a vuestro domicilio para saber si están suficientemente a salvo con equipos de protección individual y si tienen un protocolo adecuado contra el virus. Recordad también que está la opción de leer en formato electrónico, algo que también salva todas estas dificultades. Todos somos importantes.

Un abrazo,

Víctor Deckard y todo Podcaliptus (Blogcaliptus) Bonbon