domingo, 31 de mayo de 2020

Los robots en la ficción. Dos vías hacia la reflexión (y hacia echarse una birra)

Hace poco, hablamos en Podcaliptus Bonbon (se puede escuchar aquí la primera parte) sobre una de las sagas más conocidas del gran escritor de Ciencia-ficción Isaac Asimov, la de los robots. Con idea de ampliar el espectro de tan fascinante tema, este artículo va a intentar señalar como el robótico es un subgénero de gran interés en diversos planos, desde el artístico hasta el filosófico. No nos conformamos con poco por estos lares.

La criatura artificial como reflejo de la humanidad ha acompañado al ser humano desde el comienzo de su producción artística, mucho antes del surgimiento del género en 1818 con la imprescindible “Frankenstein” de Mary Shelley o con el bautismo del término en la obra teatral “R.U.R” por el polaco Karel Capek en 1920. Ya decíamos en el programa que la antiquísima historia hebrea del Gólem puede encontrar nexos de unión con la ciencia ficción contemporánea abordando, por ejemplo, los peligros de imbuir a un ente artificial de un espíritu -sea lo que sea eso-, y si esa posibilidad no refleja ya de por sí nuestra propia condición material y carente de divinidad. No es casualidad en este sentido, que dos de las más consistentes obras de animación en la Ciencia-ficción tengan referencias, incluso explicitas en el caso de la segunda, al Gólem. Me estoy refieriendo a la genial “Ghost in the Shell” (1995) y su secuela “Ghost in the Shell 2: Innocence” (2004), ambas por Mamoru Oshii. Preguntas como qué nos hace humanos y si es algo tan especial o positivo son cuestiones que imbuyen estas poéticas obras de arte (huyan por favor del engendro fílmico protagonizado por Scarlett Johansson, una nueva traición al espíritu de una obra dentro del género).

En Ghost in the Shell se bebe San Miguel. Yo soy más de cerveza artesanal, pero bueno

 
El camino del robot como ser sin alma, sin la chispa divina que es posible que también esté ausente de nosotros, está en el mismo origen de una de las novelas más influyentes en el siglo XX en este campo: “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?” (1968), aunque fuera por la fama y profundización sin anular su espíritu, de la famosa adaptación fílmica (“Blade Runner”, Ridley Scott, 1992). La idea de realizar un libro sobre robots o androides -el término replicante debería esperar a la película- le vino a Philip K. Dick cuando estaba investigando para “El hombre en el castillo”, una disptopía en la que los nazis ganaban la Segunda Guerra Mundial. Rebuscando entre viejos documentos en una biblioteca, topó con una carta de un oficial de las SS en la que se quejaba de que en un campo de concentración los llantos de los niños no le dejaban dormir. Esa crueldad, de ser un rasgo humano, ¿no nos deshumanizaba a su vez?, ¿no nos convertía en androides?. La pregunta que se formuló Dick acabaría revolucionando el género, en parte creando el Cyberpunk a través del éxito de Scott. No obstante, la película -de forma magistral- va a incidir más en la posible conciencia del ser construido, aunque es interesante ver que en el origen de esta historia el planteamiento era que los humanos nos convirtiéramos en máquinas. Como siempre, Dick dándole la vuelta a todo.

La portada del libro ya da una idea de los esquemas mentales del tío Phil

En realidad, el género de la entidad artificial de desplazamiento autónomo y habitualmente antropoide -el robot- que acompaña al humano desde que este lo invente, puede dividirse como vemos en dos grandes bloques: el robot como herramienta que puede ser utilizada con fines positivos o negativos, como cualquier otro instrumento, o el robot que -imbuido de conciencia- sirve para reflexionar sobre nuestra propia existencia y naturaleza reflejándonos en él al encontrar un igual. Asimov exploró solo tangencialmente la segunda opción. Incluso aún cuando los robots toman decisiones inesperadas o aparentemente autónomas, como “En el conflicto evitable” (“The evitable conflict”, 1950), responden a una lógica de programación basada en las tres leyes. Cierto es no obstante, que en algunas ocasiones parece que cierta autoconsciencia se despierta en alguno de sus relatos, siendo tal vez el más representativo “El hombre bicentenario” (1976), en el que el androide Andrew desarrolla una -eso sí, única, pues ningún otro lo logra- conciencia que hace que tenga deseos de libertad. Ciertamente, este texto, edulcorado hasta la náusea por Chris Columbus en la adaptación cinematográfica (“The bicentennial Man”, 1999) , apunta al hecho -compartido por mi mismo- de que el ser humano no se diferencia en mucho del resto de animales. Si los observamos, sobre todo a los mamíferos superiores, podemos ver conciencia -aunque sea a una escala distinta a la del ser humano son detectables sentimientos: dolor, reconocimiento del ser querido, curiosidad, juego entendido como diversión y no solo aprendizaje-, deseo de libertad, así como mortalidad. Andrew al convertirse en humano, en realidad se convierte en parte de la ecología natural. Pasa de objeto a animal. No obstante, y aunque magistralmente, la mayoría de escritos de robots por Asimov se basan, más que en motivos existencialistas, en la premisa de que no deberíamos renunciar a la tecnología por temor a usarla mal. Él mismo lo dejó claro en sus memorias: por el hecho de que los cuchillos puedan servir para asesinar a alguien, no vamos a dejar por eso de fabricarlos. Es un debate que se puede rastrear en la ética aplicada a las redes sociales. ¿Son malas per se o un simple instrumento?: son tan válidas para buscar información o escuchar a gente interesante, como para vender gratis nuestra privacidad compartiendo nuestras fotos -o la de nuestros seres queridos- en un intento de provocar la envidia a través de una felicidad artificial. Asimov parece que nos advierte de que de lo que tenemos que preocuparnos es de madurar como individuos y sociedad, no de restringir el avance tecnológico.

Ejemplos del robot como herramienta hay muchos, habitualmente sin la profundidad del querido patillas, desde el más puro entretenimiento -Pacific Rim (Guillermo del Toro, 2013)- a algo más consistente, como el querer aferrarse a una tecnología obsoleta por motivos emocionales, como sucede en el relato de uno de los habituales por aquí: el gran Richard Matheson con Steel, llevada a la televisión en “La dimensión desconocida” (1963) y a la gran pantalla bajo el título de “Acero puro” (“Real Steel”, Shawn Levy, 2011). El apoyarse emocionalmente en un objeto por no querer resolver los problemas interiores, o por intentar buscar refugio ante una sociedad hostil, está en el núcleo de esas páginas, llevando por eso mismo también  a la reflexión. Otros ejemplos famosos de obras imperecederas pueden ser Robby de “Planeta prohibido” (Forbidden Planet, 1956, Fred M. Wilcox, cuya programación es muy posible que se inspirara ya en los relatos de Asimov) o el Gort de “Ultimatum a la Tierra” (The Day the Earth Stood Still, Robert Wise, 1951, también posiblemente inspirado en un relato de Astounding Science Fiction publicado en 1940. Huyan por favor de nuevo de la horrible versión del 2008). En cualquier caso, ambos son instrumentos construidos (el primero por el Dr. Morbius y el segundo por la organización cósmica a la que pertenece el extraterrestre Klaatu) para ciertos fines.


¿Asustan, eh? Pues son los buenos de la peli (imagen por Brecht Bug en flickr)


No obstante, la Ciencia-ficción se ha inclinado a ir más por la vertiente del espíritu en la trama robótica, tal vez por el hecho de que ha tendido a ponerse profundo para compensar la falta de respeto con la que, habitualmente, la contempla el público general. De nuevo los casos son inabarcables, desde los dedicados al público infantil, algo que se puede rastrear desde el Pinocho de Carlo Collodi en el siglo XIX -o mejor dicho desde sus adaptaciones, porque la obra original no está del todo claro que se dirigiera a los niños- que nos puede llevar hasta la exitosa y en parte imagen del cine de los ochenta “Cortocircuito” (Short Circuit, 1986, John Badham): interesante que la conciencia del robot protagonista, Número 5, venga por el impacto de un rayo, habitual poder divino en el imaginario colectivo desde tiempos inmemoriales. En los últimos tiempos uno de los mejores exponentes -e injustamente olvidada- es “Chappie” (2015) del sudafricano Neill Blomkamp, quien por cierto con su breve obra ha demostrado ser uno de los directores actuales que mejor pulso tiene rodando acción, sin que además se quede en mera pirotecnia vacía,  poniéndola al servicio de una trama consistente  como en “Distrito 9” (District 9, 2009, no tanto en la más convencional “Elysium” de 2013). Esta rama robótica está muy ligada a la de las Inteligencias Artificiales, que en su aparición ficcionada practicamente siempre tienen una toma de conciencia, pudiendo a veces servirse de robots-herramienta para sus propios fines, habitualmente atacar a -o defenderse de- la humanidad (Skynet con sus Terminator, por ejemplo, o los mortales artefactos de los que se sirve la computadora de la inquietante “Engendro mecánico”, Demon Seed, Donald Cammell, 1977).


La participación de Pujol es habitual en la Ciencia-ficción. Es más conocida su presencia en "Desafio total", pero en "El engendro mecánico" tampoco lo hace mal


En definitiva, el mundo de los robots en el género que tanto nos apasiona ha seguido dos caminos diferenciados, aunque en ocasiones coincidentes. El robot-herramienta y el robot-ser. Ambos han sido usados por algunas de las méjores obras para reflexionar sobre nosotros mismos, algo que en definitiva -y visto lo visto- no está de más. 

Víctor Deckard

lunes, 25 de mayo de 2020

Tu dignidad es la de todos (quinta reflexión viral de una aspirante a filósofa)

Muchos se aferran a su crispación y la alimentan como si fuese una parte irrenunciable de su identidad. No parecen darse cuenta de que sufrir una pandemia global nos permite deshacernos de una de las mayores falacias con las que habitualmente interpretamos el mundo y a nosotros mismos: la de nuestra absoluta independencia y desconexión del entorno, del planeta, del resto de seres vivos y de nuestros congéneres. La expansión del coronavirus nos despierta de golpe de esa ilusión: algo sucedido en el otro extremo del mundo nos afecta directamente, como el proverbial aleteo de una mariposa que puede acabar provocando un huracán a miles de kilómetros de distancia. De repente, queda patente que la salud de cada uno depende de la salud del conjunto, y a la inversa. Recuperamos la conciencia de que formamos parte de un mismo organismo: si yo me cuido, estoy cuidando a los demás; si tú te cuidas, me estás cuidando a mí. Y si, por el contrario, mi conducta es temeraria, esta puede afectar a quienes me rodean, a quienes se crucen en mi camino y a quienes se crucen con estos. En definitiva, nuestros actos repercuten, para bien y para mal, en el resto de la población. Lo individual se transforma en colectivo.

Nos percibimos desgajados del medio natural, como si las personas no fuésemos naturaleza. Pero nada en el universo es independiente del sistema del que forma parte. No solo la filosofía, sino también la ciencia postulan que todo procede de un mismo origen, incluida la humanidad. Somos polvo de las mismas estrellas. Debemos la vida en la Tierra y nuestra propia existencia y supervivencia como especie a multitud de factores aparentemente azarosos ocurridos dentro y fuera de nuestro planeta. A este respecto, es muy reveladora la serie documental de National Geographic One Strange Rock, con testimonios de astronautas que han tenido el privilegio de contemplar esta «roca extraña» desde fuera. Desde esa perspectiva externa, la obvia unidad de la impresionante esfera azul que habitamos deja en evidencia el vano artificio que constituye el empeño humano en dividirla mediante fronteras, etiquetas y clasificaciones.

Foto de la NASA (tomada de https://www.flickr.com/photos/nasamarshall/8250851747/sizes/l/)

Es obvio que somos seres dependientes de nuestro entorno: necesitamos alimentarnos y respirar. Durante mucho tiempo después de nacer, nuestra supervivencia está a merced de la ayuda de otros. Y, aunque finalmente adquirimos autonomía, somos seres sociales con necesidades afectivas. Esta interdependencia es ignorada por la cosmovisión imperante, la del individualismo neoliberal, que fomenta y se fundamenta en las nociones de separación y competencia y en la ley del más fuerte. El anhelo de crear vínculos y el hecho de pedir ayuda se entienden con frecuencia como una debilidad, en un mundo que demasiado a menudo valora más destacar por encima de los demás que servir al bien común. Y, sin embargo, esa pretensión de independencia es la que nos debilita: es la conexión con el resto la que nos da fuerza y nos resta vulnerabilidad. Son muchas las especies animales que sobreviven actuando como grupo. En las circunstancias actuales, no nos queda otra que seguir su ejemplo. Y es que esas especies que se sirven de la solidaridad para asegurar su continuidad tienen más posibilidades de perdurar, según analizó el ruso Piotr Kropotkin, que teorizó sobre el apoyo mutuo y dejó escrito en su obituario de Charles Darwin:
Las especies animales en las que la lucha entre los individuos ha sido reducida al mínimo y en las que la práctica de la ayuda mutua ha alcanzado el máximo desarrollo son, invariablemente, las especies más numerosas, las más florecientes y más aptas para el progreso. [...] En la práctica de la ayuda mutua, cuyas huellas podemos seguir hasta las más antiguas fases de la evolución, hallamos el origen positivo e indudable de nuestras concepciones éticas; y podemos afirmar que el principal papel en la evolución ética de la humanidad fue desempeñado por la ayuda mutua y no por la lucha mutua. (En Piotr Kropotkin, El apoyo mutuo, Logroño, Pepitas de calabaza).

Foto de portada de El apoyo mutuo

 En cierto sentido, este aprendizaje de solidaridad se ha vivido intensamente durante los últimos meses: en el tremendo esfuerzo de los sanitarios y demás sectores de primera necesidad, aplaudido por el resto de la población; en las redes de ayuda de las comunidades vecinales y de los barrios; en el torrente de creatividad y de recursos compartidos en Internet; en la reconversión de algunas empresas para proporcionar elementos para afrontar la pandemia; en tantas iniciativas y tantos actos altruistas… Y todo ello a lo largo y ancho del planeta. La otra cara de la moneda, la del enfrentamiento y el odio, tiene entre sus causas, precisamente, la continuidad de esa manera obsoleta y desenfocada de ver el mundo más parecida al «sálvese quien pueda» que al apoyo mutuo. Ahí están las manifestaciones ultraderechistas en distintos países, los policías de balcón, la agresividad en las redes, las caceroladas, las bocinas, las banderas y el bochornoso mantenimiento de la crispación y el egoísmo en el ámbito político y mediático español. Y es que, cuando no abrimos los ojos a la evidencia de que formamos parte de un todo que nos trasciende, nos vemos abocados a nuestra pobre individualidad asustada. Por eso nos construimos identidades: para atrincherarnos frente a supuestas amenazas y enemigos, que es como acabaremos considerando, en último término, a todos los que no seamos nosotros mismos si nos dejamos llevar por esa lógica perversa que, lejos de protegernos, en realidad nos destruye.

Asumamos la enseñanza de José Agustín Goytisolo en su bello poema «Palabras para Julia», popularizado como canción por Paco Ibáñez. Allí le decía a su hija:

Un hombre solo, una mujer
así tomados, de uno en uno
son como polvo, no son nada.
[…]
Tu destino está en los demás
tu futuro es tu propia vida
tu dignidad es la de todos.

En otra canción archiconocida, «Gracias a la vida», Violeta Parra agradecía a la vida el haberle proporcionado el material para su canto y añadía: «Y el canto de ustedes, que es el mismo canto. Y el canto de todos, que es mi propio canto». Todos compartimos una misma dignidad, un mismo canto y, al percatarnos de ello, descubrimos que tenemos más hermanos de los que nunca podremos contar, en palabras de otro de los grandes cantautores de habla hispana: Atahualpa Yupanqui.

Estamos todos en el mismo barco. Y no solo cuando percibimos la globalización de problemas como esta pandemia, el cambio climático o la destrucción de los recursos y la biodiversidad del planeta. Parecemos haber olvidado que compartimos una existencia cuyas últimas claves desconocemos. Y que unidos no somos más vulnerables, sino más fuertes. Viendo ciertos comportamientos, se antoja una utopía demasiado lejana que rememos todos en la misma dirección para explorar el sentido de estar aquí y para contribuir a mejorar nuestro bienestar, que es el de todos. Pero —y ya que la cosa va de cantautores—, como cantaba el añorado José Antonio Labordeta —a quien debemos también ser un ejemplo tristemente raro de honestidad política—, «será posible que esa hermosa mañana ni tú ni yo ni el otro la lleguemos a ver, pero habrá que empujarla para que pueda ser». Pongamos el barco rumbo a esa mañana hermosa. Quienes insultan al de al lado no se dan cuenta de que están poniendo palos en sus propias ruedas. «Más que rabia dan tristeza, no rozaron ni un instante la belleza» —y esta vez cito al recientemente llorado Aute—. En lugar de hacer corrillos de venganza y culpa contra ellos —y «ellos» son siempre, casualmente, los otros, los que no son de «mi bando»—, en vez de hundirnos cada vez más en las arenas movedizas de una dinámica que nos impide avanzar, sigamos remando. Quién sabe si esa hermosa mañana no estará más cerca de lo que imaginamos.

Aspirante a filósofa 
(@Filoaspirante)

miércoles, 6 de mayo de 2020

DAVID LYNCH: EL VALOR DE LO DESCONOCIDO (Y DE LOS TUPÉS)

Normalmente, cuando uno termina una película de David Lynch se pregunta: ¿qué narices significa toda esta movida? Con la entrada de hoy, y porque me han entrado ganas después de charrar, en muy buena compañía en el podcast Torpedo Rojo sobre "Carretera Perdida" (se puede escuchar aquí), voy a tratar de enlazar la obra de este genial director con determinadas corrientes culturales que -chan, chan- van a servir en un doble salto mortal para comprender mejor su obra pero valorar más no entenderla. Vaya lío, ¿no? A ver si lo conseguimos.

EL FINAL DEL SIGLO XIX “LARGO” Y EL NACIMIENTO DE LAS VANGUARDIAS:

El acotar periodos históricos no es tarea fácil. Los procesos sociales no tienen un punto de corte claro, no existe un sistema y de repente surge uno nuevo o, dicho de otro modo, no nos levantamos medievales una noche para amanecer modernos (salvo los hipster). Es por eso que las acotaciones temporales para ordenar la historia deben de cogerse muy con pinzas y ni siquiera sirven para todos los marcos geográficos culturales. En cualquier caso, os voy a hablar aquí de un espacio histórico -y su final- que ha venido a llamarse siglo XIX “largo”, por durar más de cien años. No es este lugar para explicarlo con detalle, basta decir que en Europa tras 1789 con la Revolución Francesa, la sociedad cambia de élites culturales, ideológicas y políticas. La nobleza ya no manda tanto y las clases altas burguesas, con una riqueza proveniente de los negocios y -poco después- de la naciente Revolución Industrial, viene a ocupar su lugar.

En cualquier caso, un cambio de paradigma social trae aparejado uno moral. En el tema que nos ocupa, y aunque el motor inicial se produjo en Francia, el ámbito anglosajón tuvo mucho que decir. La hegemonía mundial va a estar ligada a partir de ahora a unas élites protestantes que, como ya señalaron autores de la talla de Max Weber, son extraordinariamente conservadoras. La Inglaterra Victoriana o los rígidos modelos mentales prusianos tienen mucho que decir en el nuevo mundo del siglo XIX. Si a todo eso le sumamos una nueva corriente cientifista ligada a las nuevas formas de producción industrial, nos da un "consciente colectivo" (concepto que manejó Jung, tan interesante como el más famoso de inconsciente) que se creía preparado para explicar cualquier faceta de la realidad. Con estos preceptos, las élites burguesas europeas se lanzaron a la conquista del mundo. El colonialismo, la intensa industrialización y la resistencia a una verdadera igualdad social que añadiera a los más desfavorecidos, como los individuos que conformaban la gran masa obrera, fueron algunos de los elementos más representativos en la conformación de su nuevo orden. Todo podía ser medido, reglado o -en caso de estorbo- reprimido, pero sus propias contradicciones llevaron a que, efectivamente en algo más de un siglo, su mundo saltara por los aíres literalmente en las trincheras de la I Guerra Mundial. En ocasiones, pienso que a nivel general no se es consciente del trauma que supuso la Gran Guerra, como se la conoció entonces. No obstante, la cultura viene a nuestro rescate, y en algunas obras puede verse el punto de inflexión. Una de mis favoritas es “La montaña mágica” de Thomas Mann ("Der Zauberberg", 1924). 

De nuevo, una forma de ver el mundo caía y llegaba la crisis. Es en ese momento cuando surgen las denominadas vanguardias de principios del siglo XX. Si las clases pudientes habían establecido una ideología -o superestructura en término de Marx (se le puede citar y no ser comunista, damas y caballeros)- basada en, ya no la aspiración, sino en la certeza como señalamos de que todo lo que nos rodea podía ser explicado, controlado y dominado, incluida la naturaleza, los nuevos artistas visto el desastre al que las élites habían llevado al mundo, ponen en duda todo eso. La percepción subjetiva, descripciones de la realidad a través de mundos no reglados como el onírico, así como la provocación apelando a la duda o mediante temas tabú para las clases gobernantes (señalemos el sexo o la iconoclastia) empiezan a reproducirse en el ámbito artístico. Múltiples escuelas -incluso contradictorias en diversos aspectos- surgirán en esta ola, no podía ser de otra manera debido a su aspiración de ruptura con lo formal: dadaistas, surrealistas, expresionistas, entre otros muchos. La posmodernidad, que se reforzará con el siguiente desastre que traerá un nuevo conflicto bélico, había llegado. Curiosamente, este ataque que también se dirige al plano de la ciencia, encajará mejor con el nuevo paradigma científico que ahora va a girar en torno a conceptos como relatividad o indeterminación. ¿No podrían incluso estos términos ser perfectamente nombres para nuevas corrientes artísticas?. Acabaran llegando incluso gatos que existen y no existen al mismo tiempo. ¡La locura máxima!

Muestra de la vanguardia expresionista en el cine. "El gabinete del Dr. Caligari" ("Das Kabinett des Dr. Caligari", Robert Wiene, 1920). Una arquitectura tan funcional como la de Calatrava, pero mucho antes

En este ámbito cultural se inscribe David Lynch. Como Picasso, que nos enseñó a mirar al mismo tiempo desde diferentes ángulos un objeto o persona, el cine de Lynch nos muestra como un evento puede tener diversas explicaciones, incluso contradictorias. O ninguna si aún no tenemos las preguntas adecuadas. En Carretera Perdidda (“Lost Highway”, 1997) o en “Mullholand Drive” (2001) “huele a muerto”, que dirían Millán y Josema. Historias clásicas del género negro alrededor de temas tradicionales como los celos o el poder, presentan aquí un punto de vista intensamente subjetivo, de emoción, de sensaciones. ¿Menos real? Al contrario, los eventos importantes de una vida humana, más si son trágicos, dejan en los individuos una impronta psicológica que puede ser contundente, traumática y de sentimientos desatados. Incluso contradictorios, pero, ¿no somos todos un mar de contradicciones? Incluso la vilipendiada “Inland Empire” (2006) nos puede sumergir en un torrente de sensaciones (para mucha gente incluso la de querer darle un puñetazo al director) si renunciamos, algo nada fácil pero tal vez necesario, a su comprensión.

Más vanguardia con "El año pasado en Marienbad". Observen que los árboles no dan sombra. Buenas madrugadas, Íker

El autor que nos ocupa no ha estado solo en este devenir. Podemos rastrearlo en Buñuel, el cine expresionista alemán o en obras que claramente dejan en la habitación roja de nuestro interior un aroma similar, como “El año pasado en Marienbad” ("L'Annèe dernière à Marienbad", Alain Resnais, 1961). Gracias al libro de Dennis Lim “David Lynch. El hombre de otro lugar” he llegado hasta "Un falso despertar" (“Meshes of the Afternoon”, 1943) de Maya Deren, inspiración reconocida para Carretera Perdida y Mullholand Drive. Lynch ha manifestado alguna vez que no conoce la obra de Buñuel, pero Deren sí, por lo que indirectamente la obra del director de Calanda está también en la del estadounidense. Todo está relacionado. En este sentido, el tramo final de la obra de Lynch, junto con su inicio a través de “Cabeza Borradora” ("Eraserhead", 1977) es lo que más se puede vincular con este marco de vanguardia.

Aquí se puede ver "Meshes of the Afternoon". ¿Preparados para flipar? Engage!


EL PROBLEMA DE LA IDENTIDAD Y LOS DESTRUCTORES DE LO COTIDIANO. FRANZ, CALIENTA QUE SALES:

Como hemos visto, es cierto que la sociedad nos marca psicológicamente en la conformación de nuestros valores y en la oposición a otros. Sin embargo, no debemos olvidar que, y es algo también recordado por la filmografía de Lynch, cada individuo es un universo y su propia experiencia marcará su estructura mental. En ese sentido, otro referente claro de Lynch es el gran Franz Kafka, quien marcó un antes y un después en la literatura universal, siendo -digamoslo así- complicado clasificarlo todavía a día de hoy. Pero ¿no será eso precisamente uno de los elementos que lo hacen maravilloso?. Veamos.

Kafka tuvo, como muchos de los grandes cronistas, un problema con el concepto de identidad. Nacido en el seno de uno de los grandes imperios del siglo XIX, el Austrohúngaro (pronunciarlo con la boca llena de polvorones tiene que ser la hecatombe) y en una familia judía con un padre autoritario, siempre tuvo muchos problemas para encontrar su lugar en el mundo. Por eso sus páginas no están exentas de dudas, angustia y sin embargo -en otro punto que lo une con Lynch- de un humor macabro, gran instrumento este último para deconstruir certezas. Ya que la autoridad competente nos enseña quienes somos, o mejor dicho, quien debemos ser a través de conceptos como patria, nación o religión, ¿qué puede ser más revolucionario que reírse de eso? A través de un mundo en derrumbe y de una existencia atormentada, el autor checo nos enseñó a mirar con espíritu crítico a nuestro alrededor. Otros grandes lo siguieron, no siendo menor la aportación de las letras hispanas en este sentido, gracias a titanes como Jorge Luís Borges, Adolfo Bioy Casares, Julio Cortázar o Carmen Martín Gaite. También en el plano fílmico, en ocasiones directamente desde obras de Kafka como fue el caso de Orson Welles con la estremecedora “El proceso” ("The Trial", 1962). En todo esto Lynch va a estar también muy presente, en ocasiones de forma evidente e incluso en claro homenaje, como demuestra la presencia del retrato del bueno de Franz en el despacho de Gordon Cole en la tercera -y largamente esperada- temporada de Twin Peaks (“The Return”, 2017) o cuando usa reiteradamente en sus películas un motivo clásico de este autor, la transformación (es una traducción más adecuada que “metamorfosis” del concepto alemán Die Verwandlung, que es el que usó Kafka en su famosa obra. Este dato lo pueden soltar en cualquier fiesta de modernos para dejarlos con la boca abierta y, posteriormente, ser vilipendiado por ellos a sus espaldas).

Detalle del retrato de Kafka en el despacho de Cole. Todos tenemos un póster similar en casa, pero solo para aparentar

EL ARTE BARROCO Y EL TEATRO DEL MUNDO:

Confiesen, las iglesias barrocas les parecen un pestiño. Nos suelen gustar más esas larguísimas columnas góticas o esas proporciones románicas que nos armonizan con el universo, o que -allá cada uno con sus movidas- tratan de reflejar el esplendor divino sobre todas las cosas. Sin embargo, la iconografía barroca tiene su encanto, al cual David Lynch no parece inmune. Voy a tratar de explicarlo y encima dando otra vuelta de tuerca, ¿qué mejor en el tema que nos ocupa? Si en los dos apartados anteriores señalaba corrientes artísticas rompedoras, o incluso revolucionarias con respecto al paradigma anterior, lo contrario ocurre con el Barroco. "Pero no, pero sí", que es como se nos queda el cuerpo tras ver las pelis de Lynch. La cosa es que estaba Carlos I de España, V de Alemania como se suele decir, todo contento con ser el rey del mambo -aparte de emperador- cuando al final de su reinado se le empezaron a complicar las cosas, entre otros motivos, por unos tipos que se quejaban de unas cuantas historias, como no podía ser de otra cosa porque se llamaban protestantes (interesante giro del destino hubiera sido que quienes se llamaban así estuvieran de acuerdo en todo con todos). En fin, que por no aburrirles mucho, hubo un "pim pam pum" y tras alguna derrota, firma el tratado de Augsburgo en 1555 (esta fecha es fácil de recordar incluso para mi desastrosa memoria). Si se coge un libro de historia de los de la escuela franquista, que dan mucha risa pero por los mismos motivos que el cine malo, pone que Carlos ganó todas las batallas (como la Guerra de Vietnam, que según cierto cine se perdió en los despachos por los cabrones burócratas de Washington), pero lo cierto es que le dieron pal’ pelo y tuvo que ceder en lo que se denominó libertad religiosa. Que ni libertad ni nada, oigan, básicamente la cosa terminó en que si el principe de tu región decía que eras protestante, pues tú protestante y si decía que eras católico, pues a callar y tú católico. Y si te revolvías, palazo en la cabeza, como supieron unos cuantos campesinos que se sublevaron y fueron sangrientemente reprimidos con la aquiescencia de Lutero (parecía bueno, ¿eh?).

La cosa es, que después de este rapapolvo, el mundo católico decidió rearmarse ideologicamente para atar en corto a sus súbditos en un proceso que se denomina Contrarreforma. Y ahí el barroco jugó un papel crucial, con su idea de que el mundo es un gran teatro, la vida es sueño (hola, Calderón) y lo que importa es el más allá, oculto e imperceptible para nuestros limitados sentidos e imperfecciones, que no nos alcanzan a contemplar la gloria de Dios hasta que la palmemos (si hemos sido buenos, claro). Da igual si estamos fastidiaos, si sufrimos injusticias, si nuestro jefe no nos deja teletrabajar -el muy mamón-. ¡No pasa nada! Ya llegaremos a la gloria, paciencia hermanos, no os quejéis, ya vendrá la eternidad de los casinos y los daiquiri en la playa. Si se entra en una iglesia barroca, se asiste a una gran representación de todo esto, con elementos muy idiosincráticos de, por ejemplo, el teatro (recordemos que es la gran época del teatro del Siglo de Oro en España). Son muy reprentativos los retablos, a los que todos los elementos ornamentales invitan a mirar. Y, fíjense, ahí están las cortinas, el telón que separa lo real de lo ficticio, viviendo nosotros -en una tradición muy platónica de la que se aprovechó el catolicismo- en un mundo artificial sin que sepamos ver el real. Pues este tipo de iconografía está muy presente en la obra de Lynch. Acordémonos de las famosas cortinas rojas, de los ángulos rectos (muy usados por este arte en oposición de las más armónicas curvas anteriores), incluso de -posiblemente- representaciones más realistas de los episodios más sangrientos de la tradición cristiana, como es la crucifixión (véase la muerte del personaje de Andy en “Carretera Perdida”, gracias a la señora Milton por hacer que me diera cuenta de este dato).

Un retablo barroco estándar. Discretito e informal

CONCLUSIÓN: VIVA LO DESCONOCIDO (Y LOS TUPÉS)

En fin, después de toda esta perorata, creo que se puede afirmar que parte de lo magnífico de la obra de Lynch descansa en el poder de lo ignoto, gracias a que representa con una personalidad y estilo propios unas tradiciones culturales que nos invitan a dejar de lado todas las respuestas. En primer lugar, las vanguardias del siglo XX ponen en valor la duda, el no darlo todo como cierto y en que eso incluso es un elemento crucial en el avance científico. En segundo lugar, gracias a los demoledores de la identidad implantada, comenzando por Kafka y acabando por Lynch, podemos poner en duda los valores establecidos por el poder, que no necesariamente tienen que ser los más beneficiosos para los individuos; y, finalmente, el director envuelve todo esto con una ornamentación que nos recuerda que nuestros sentidos pueden engañarnos e impedir ver otras realidades. Todos estos son elementos potentes, que no todo el mundo es capaz de manejar para crear arte. Pero lo mismo pasa con un tupé, a muchos les da una apariencia de gañanes, pero a Lynch le da prestancia. Por algo será.

Con clase pasados los 70, pocos pueden decirlo


Víctor Deckard

(Imágenes de wikipedia)